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viernes, noviembre 22, 2024

A la manera de Fante puedo escribir: las historias del mundo caben en un latido de tu corazón

Reportajes

César Rito Salinas

A la manera de John Fante (Ask the dust, 1939), puedo escribir: “Yo era joven, bebía, pasaba hambre, quería ser escritor”.  

En ese entonces me encontraba paralizado, tenía cientos y cientos de cuadernos con las primeras escenas de una novela que -al poco tiempo- desechaba. De haber utilizado ese recurso que malgastaba en libretas sería millonario.

Alejo duerme en el sofá desde muy temprano a la mañana. Fante fue el maestro de Bukowski, su escribir desparpajado, la presencia de la literatura rusa en sus obras. Ese caminar de la escritura por el interior del pecho del que sufre y mira, mira y sufre sin despegarse del sofá junto a la ventana, con la cerveza en la mano.

Muchos compas repitieron el modelo, pero no acudieron a las fuentes, los rusos. Se quedaron en simples desobligados, ebrios consuetudinarios cargados de miedo.

Alejo te enseña cosas en una sola jornada de sueño. Te dice: ponte cómodo, respira. Lo importante es descansar el cuerpo, dormir, deja que la vida cargada de historias pase sobre tu sueño, se mantenga apartada de tu cabeza; duerme. El dormir te traerá los personajes memorables para ser utilizados en tus relatos. Duerme, descansa, la vida está cargada de relatos, no hace falta un iluso más que pretenda escribir las historias de la existencia.

Yo era joven, y necio. Cansaba la madrugada con mis desvelos, escribía historias. En las horas de la tarde acudía a las refresquerías /me gustaba ese nombre), que es la forma en que nombran los habitantes de los pueblos del Istmo de Tehuantepec a las cantinas. En la cantina, para no variar, escribía en las servilletas de papel que las jóvenes mujeres que atendían depositaban en la mesa (puedo jurar que el sistema de drenaje de mi pueblo estuvo saturado de servilletas garabateadas por mi persona).

Y bebía hasta perder el juicio.

Aquello lo veo ahora como lugar común, como el espacio donde los escritores difundía sus obras; obtener adeptos para tus letras será lo más difícil a lo que te podrás encontrar, más duro que las maldiciones de tu propia madre. Más duro que llorar en tierra ajena.

Era un adolescente devorador de libros.

Una tarde al salir de la cantina me di cuenta que el pueblo ya no me daba nada, emprende el vuelo.

En Salina Cruz llegué a vivir en colonia Guadalupe (Colguad), un compañero de salón me dio un lugar en aquella habitación que los vecinos llamaban “la casa del ahorcado”. No hay nombre más exacto para difundir tu escritura.

Pero yo no me daba cuenta de aquella situación, metido en la terquedad de ser escritor a la manera de otro escritor. No a la manera mía. Me hice pescador, me hice ayudante de chalán en los colados. Las ocupaciones para la sobrevivencia no me dejaban tiempo para escribir.

Por las madrugadas salía ala esquina -en casa no contábamos con luz- y me ponía a leer los libros que pedía en la biblioteca de la Escuela Ténica Pesquera número 20, allá en Playa Abierta, Colonia San Juan.

Antonio Olvera -mi compañero de habitación- hacía hamacas en un viejo bastidor, la señora que nos rentaba era propietaria de una tienda de ultramarinos -caguamas, galletas de animalito, atún y sardinas en lata-. Fuimos adolescentes trabajadores, nos dio cabida en su libreta de deudores.

Aquellas noches en lo alto del puerto pude ver las escolleras como una larga, interminable serpiente que se movía junto a las olas del mar. Me enteré de la navegación nocturna de las embarcaciones, verde a babor, rojo a estribor. En la escuela me enseñaron una copla para conservar la vida en altamar: Si el verde con el verde/y el rojo con su igual,/entonces nada se pierde/siga su rumbo cada cual.

Fui niño ebrio -nunca me interesó el prestigio, solo quería un momento de paz para levantar la escritura.

De regreso a casa tenía que pasar junto a la batería de boludos, infantes de marina que resguardaban las instalaciones del hospital naval. Pleito seguro, buenos trompos, “éramos alumnos de “la pesquera”, el espacio donde recalaban los expulsados de todo el sistema de escuelas secundarias del puerto.

Aprendí a meter las manos para conservar los libros que sacaba de la escuela. Pelee por las lecturas que me daban paz en el insomnio.

Fante dice pasé hambres.

Yo no diría tanto, nunca pasé hambre porque estaba hecho a las formas de los pescadores para hacer la vida.

De aquel periodo no sobraron las letras que había escrito, se perdieron con los años en que me movía, en cada cambio de casa -por el peso- se van quedando los cuadernos.

Traigo buena memoria, recuerdo aquellas lecturas, aquella escritura; la vida fue generosa, se perdieron.

¿A los cuántos libros escritos te conviertes en escritor?

Rulfo solo escribió dos; Camilo José Cela, ochenta.

Alejo con su sueño de doce horas me enseña eso, nada es más importante que respirar; la vida corre, si uno no se ocupa de fijar una historia, ya vendrá otra quizá mejor. Lo importante será que te alcance con tu cuerpo reposado, en condición de pasar hambre, desvelos, las largas jornadas frente al trasto de las palabras, la máquina de las palabras.

Se tarda en aprender eso (cada cosa tiene su tiempo propio), poco importa la vida que se consuma en la escritura (importa la escritura Noel acto humano de escribir). Quien juzgue tu trabajo juzgará las letras no tu existencia.

Duerme.

Tendrás energía pasa salir a buscar sustento (todas las historias del mundo caben en un latido de tu corazón).  

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