20.9 C
Oaxaca City
lunes, julio 1, 2024

A las puritas cinco de la tarde

Reportajes

César Rito Salinas

Agua que la máquina se quema.
Y para colmo policías y ladrones, padrotes.
La noche que siguió a las detonaciones fue azul y roja, ulular de las torres de vigilancia, un machacar en la banqueta de botas y culatas de rifles. Luz de los faros como claridad del día.
Al otro día la esquina fue el tiempo de los relatos salpicados de gente armada, historias donde no era bueno aparecer.
Bang, bang, bang.
Todos nos supimos ya muertos.
Lo imaginario se erige entre el libro y la lámpara, decía Foucault. Me detengo, la gata Catalina duerme en su paño, junto a la máquina de las palabras, el trasto suple a la lámpara, de su pantalla crece una luz azulada que le da al pelaje de la gata un tono un tanto siniestro. Habrá que buscar al lector junto al felino que duerme en el paño limpio, junto al tablero de las letras, como si desde la época antigua -digamos los egipcios- el lugar de la magia estuviera junto a las letras.
Arde la noche en medio de la lluvia densa de junio. Coleman Hawkins hace sonar viejas canciones de jazz con la trompeta.
Los elementos de la lectura están dispuestos de forma ideal, lluvia, música, el gato sobre el escritorio, pero sin duda hace falta algo, un sonido, un ritmo que acompañe a la interpretación de las letras que brotan de forma doméstica, en hileras bien alineadas.
La gata se incorpora y ágil muerde la mano del que escribe, son mordidas ligeras, leves, que generan ansiedad.
En el preciso instante en que la gata salta del escritorio aparece el lector.
La tarde llamó a gritos su banda de música, una marimba trepada con el escándalo por las calles del barrio, un trío norteño con acordeón y bajo sexto para enamorar a las mujeres a la sombra del almendro. Cerveza y calle larga, lenta para andar con los amigos perdiendo el tiempo en la esquina. Pura tomadera era la tarde.
O quería serlo o pretendía ser de esa forma en que se acomodan las horas a los recuerdos, por desordenados instantes.
La hora quería más de lo mismo, dos más, por favor, para llevar algo de alegría al polvo y a los recuerdos, a la cabeza sonsa que insiste en la vida pasada que de tan narrada parece irreal.
La hora de la tristeza antes de la noche, o antes del tiempo en que los zancudos vienen de la playa del río y atacan en manada.
Porque los zancudos vuelan en manada, en una nube cargada de aguijones.
Todo estaba bien como proyecto, la música, la sombra del almendro y la esquina desde donde podemos ver el caminar de los vecinos, que a esa hora de la tarde salen de la oficina y regresan a la colonia con la sonrisa en los labios para espantar el mal tiempo y los pesares. La hora cachonda de la transpiración, que corre de la cabeza a los pies, de las manos a las rodillas, del cuello al pecho.
Era el calor, hasta que sonaron los balazos.
Luego el instante fue un río de aguas heladas y profundas.
Las detonaciones hicieron que los zanates cambiaran el rumbo del vuelo en el aire sin nubes. Bang.
Los que andaban por el atrio de la parroquia de Asunción de María dijeron que fueron tres, seguidas.
Bang, bang, bang.
Los que andaban por el mercadito dijeron que fueron dos, espaciados, que venía sobre los rieles del ferrocarril.
Los que llegaban por el Campo Rojo aseguran que fueron incontables ráfagas de metralla las que se alcanzaron a escuchar.
Lluvia de plomo.
Lo cierto es que el asunto de las detonaciones nos dejó en claro que el barrio era un perol junto al río, que propagaba de mil maneras los sonidos y los murmullos.
Nada supimos de la verdad: habitamos un agujero
Lo supimos el día de los disparos.
La hora en que se derrumbó el mundo con todo y los angelitos.
¿Por dónde salir corriendo si en todos lados el eco repetía las detonaciones?
Porque con los disparos en la tarde nadie supo para dónde correr, ni a quién llamar para pedir ayuda. No supimos si estuvimos en un aprieto o se trataba sólo de una situación extraordinaria.
Con el mal tiempo la gente sólo espera salir a lo intermedio entre la desgracia y la resignación, y recibir la bendición del aire limpio y puro.
Y respirar tranquilo, sereno.
Las mujeres sólo piensan llegan al cuarto de baño en la tarde del calor para sentir con en el agua el beneficio de una mejor respiración. Los señores sueñan con la esquina, donde corre el aire.
Los viejos anhelan el aire del butaque, en medio patio. Los que regresan del campo traen la hamaca en la cabeza, que aísla al cuerpo del calor que quema las pestañas, el camino.
Con el calor a la gente se le atasca el pensamiento.
Bang, bang, bang.
La tarde se volvió roja y amarilla.
Con el sonar de los disparos nos dio hambre. Sí, satisfacer la boca, llenar la panza. Tener hambre por la tarde es cotidiano, pero tener hambre y miedo es un escándalo hundido en el sudor.
Bang, bang, bag.
Primero fue la corredera, todos salimos rumbo a todos los caminos.
Así de grande era el extravío. Con la gente corriendo en la calle los conductores se atascaron en el claxon. Para prevenir accidentes, para no lastimar a nadie, para los que corrían no golpearan la lámina.
Bang, bang.
La tarde era el set de una película ranchera. Media hora de balazos. Los balazos y la gente corriendo despavoridamente por las esquinas. Primero fue la corredera de medio mundo por el ruido de los disparos.
Bang.
El mortal corre y se agacha. Se agacha y busca protección.
Bang.
Luego creció el miedo por la llegada de policías y militares, aeroplanos en el cielo, helicópteros. Porque con las balas tuvimos la revelación de habitar en un perol puesto en la lumbre a fuego lento. Con el ruido de los aparatos en el aire nos dimos cuenta que el perol tenía tapa. Nuestra suerte era morir en sancocho.
Bang.
El miedo de la gente a las armas creció en la calle cuando llegaron los cuerpos del orden. Policías y militares, mala suerte. Perra es la suerte del que camina acalorado en la calle, buscando una esquina fresca, un árbol con sombra.
El aguaje.
Perrísima es la vida del que escucha el Bang, bang, bang, a la hora de más calor. Luego el olor de los cuerpos que corren por su vida.
Suerte perra.
Bang, bang, bang.
El miedo deja en la carne un olor negro, apestoso, a frente del perseguido, a camisa del que nada tiene más que su suerte.
A culo sucio, el miedo.
Aquella tarde fue saber qué tan frágil era el barrio.
La iglesia que parecía eterna, su atrio donde se hace la fiesta grande, la explanada, su esquina que sabe de tantas y tantas historias y suspiros, cansada y apestosa como la hora en que cierra el mercado que sueña con el rostro claro de los vecinos.

- Advertisement -spot_img

Te recomendamos

- Advertisement -spot_img

Últimas noticias