Lo vi venir con una pesada caja de herramientas; «yo lo que necesito es un plomero, le dije, no un cerrajero»; «es que también soy plomero, para lo que se ofrezca», me dijo saludando con la gorra manchada por el óxido de sus dos actividades propensas al hollín.
Otra de mis sorpresas fue verlo llegar con una guitarra al ensayo del coro de la iglesia que yo dirigía de manera voluntaria. «Es que sabe de todo», me dijo su mujer delgada y amable; «viera que también es buen cocinero y él mismo repara los aparatos electrodomésticos». Pero había algo que no era ni habilidad ni destreza, y fue lo que me llevó a estimarlo como sólo se estima a las almas sin dobleces: tenía don de gentes.
De nuevo su esposa: «y si viera usted como baila, maestro; el ritmo que le pongan lo baila; danzones, zapateados, y hasta rondas infantiles; lo hace con tanta alegría, maestro, que yo temo que ese entusiasmo en cualquier momento se apague».
Yo miraba a la señora y comprendía los motivos de su preocupación por aquel modelo de marido. «No tenga pendiente, doña”, le dije, “tenemos Don Beto para rato”.
Así pasaban los días en ese pueblo junto a un río, franqueado a la entrada por árboles enormes que, para el otoño, pintan la greda de amarillo con su confeti de flores minúsculas. Samahua, le llamaban cariñosamente con el hipocorístico de su nombre referido a la virgen madre de Dios y a un pueblo que erró dos veces su asentamiento original: Huatulco.
Han de saber que, por motivos de mi trabajo, tuve que dejar Samahua después de diez años de radicar ahí y de ser testigo de los hechos que refiero; pero un día, Rola Stein, a su paso por mi nueva adscripción, me comentó que Don Beto El Plomero había fallecido de manera repentina y sorpresiva.
Aún sin salir de la conmoción que me causó la noticia, dirigí mis pasos a Samahua, en donde su esposa me recibió amable y contó de esta manera lo acaecido: «Mire Maestro, fue apenas el mes pasado, llegó a visitarlo un amigo con quien no se había mirado en años; lo hubiera visto como saltaba de alegría; en uno de esos saltos cayó al suelo y ya jamás se levantó».
Con el impacto de lo escuchado, salí del pueblo casi al parpadeo de las primeras luces del crepúsculo. Llevaba el recuerdo de Don Beto y de sus múltiples facetas hacendosas. Busqué entre las copas altas de los «grados» el perfil de su rostro redondo y amable. Suspiré al dejar aquel lugar de dulces memorias y recuerdos gratos; ya de salida pensé que, al fin, así como se muere de tristeza, a veces, también se muere de alegría.
Fernando Amaya