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viernes, septiembre 20, 2024

Altos del Consuelo

Reportajes

Don Julio estaba recargado sobre una estiba de bultos de café y de sus ojos apacibles se iban desprendiendo los recuerdos, así como de sus palabras las imágenes que evocaba. A la par de eso, me confió que su temor más grande siempre fue que se lo fueran a venadear.

«Mire sobrino», me dijo, «que a uno le pase esa cosa, es como si, al morir uno cayera en un barranco sin fin; haga de cuenta», agregó, «como si uno fuera a dar al mismo vacío; y yo quiero verle los ojos al fulano que me mate, de tal modo que si lo hace con ventaja, se quede con la recriminación intensa y profunda por el hecho de mi muerte. Si me ganara en la mano, cosa que dudo, yo me muero a satisfacción plena y el fulano no se queda con pendiente. Dios y la virgencita linda quieran que así sea, sobrino», agregó.

«Porque, mira sobrino, hasta la fecha he corrido con suerte y la he librado bien, aunque los remordimientos son los remordimientos, y uno como buen cristiano no deja de pensar en que pudo haber sido de otra manera, si lo difuntos no se hubieran empeñado tanto en molestarme».

«Su padrino era un alma de Dios», me dijo Tía Machita; «no le faltaba el respeto a nadie; pero había quienes se tomaban la libertad de azarearlo, y siempre resultaba ser muy tarde para los lamentos. Nunca supieron que provocaban a un veterano de guerra, sobreviviente de masacres y emboscadas. Él, todo lo que pedía era que lo dejaran en paz, pues nunca fue su intención terminar mal con nadie. Pero ahí los tenía usted, con la injuria, con la burla, igualándose. Primero fue el hijo de don Sabás, quien lo agarró a planazos de machete, aquí nomás a la vuelta, Don Julio le rogaba prudencia, le decía: -muchacho, yo no puedo responderte en esa forma, estoy en desventaja, ve y busca tu arma si la tienes, porque me has afrentado de muy fea manera-; pero el ardor doliente de los planazos y la impotencia, hicieron que su padrino sacara el revolver del morral y, con ese tino mortal que lo distinguía, le almacenó todo el cilindro en el pecho al pobre difunto. Pero mire que ni así escarmentó la muchachada; qué modo de meterse a mortificar al señor; o de plano era arrogancia, o las ganas de que él se los quebrara, por vida de Dios. Ahí tiene usted que en la vela del difuntito su hermano, viene aquel Juan Gervacio y le zafa la silla, mero cuando se iba a sentar; y le dijo: -pinche ruco catrín, yo sí tengo con qué-. -Ante advertencia no hay engaño-, le gritó mi compadre, porque habrá usted de saber que, así como era su padrino, también era mi compadre, y con esa presteza que tenía, zafó la fusca de aquella morralilla famosa, y le ahorró tantas penas al pobre de Juan. Las demás no se las cuento, porque es triste hablar de difuntos, mejor le hablo otro poquito de él, de su prestancia cuando joven y de cómo a muchas de por estos rumbos nos hizo suspirar muy hondo; sólo que el señor prefería la soledad, y a las tantas fue que se casó con mi comadre Maurita, fallecida primero que él; que no por eso es que se hizo mi abonado y lo tenía yo aquí todos los días haciendo religiosamente sus tres comidas; todo era en él pulcritud y respeto, decencia y amabilidad. Hasta el día en que, por uno de estos hechos, lo levantó la Federal en el pueblo de Santa Cruz y yo por mi parte no volví a saber de él».

Ahora mi evocación dispone a Don Julio confiándole a mi Padre otro de sus grandes temores, están en la pila de agua dandole de beber a las bestias que, al filo de la madrugada, bajarán los quintales de café a un lugar, casi al pie de la montaña, para ser transportados en camiones hasta el Puerto donde serán abastecidos los barcos que los llevarán a territorios distantes. «También me acongoja, Ingrato, la razón de que yo ya no pueda aspirar a la gloria cuando me muera, a pesar de ser devoto de la virgen y de escuchar misa todos los domingos; aunque, de un tiempo a la fecha, ese curita español me traiga de encargo con el sermón ese de que aquel que mata ya no tiene cabida en la eternidad. Y, te lo digo con franqueza, no es que quiera ganarme cómodamente el cielo, sino que temo ir a dar al mismo lugar en donde seguro deben estar suspirando los cristianos de mi cuenta; dime si no va a resultar ser un doble tormento la chamusquina y la cantaleta de aquellos condenados». «Aunque mira, Ingrato», le dice Don Julio a mi Padre ya al término de la faena, «de algo me debió servir tener un hermano cura, al consultarlo con él, por lo menos me dio esperanzas y, después de varios días sin dormir, al fin pude conciliar el sueño; no importa que ahora haga el gasto para costearle mensualmente una misa a esas almas juzgadas por Dios, eso me sugirió; porque, a decir verdad, le confié que, en todos los casos, no fui yo el que motivó la reyerta; eso nunca, Ingrato, Dios me libre de ofender a alguien, o de faltar al respeto sin motivo o nomás por cuestión de orgullo, que es muy distinto a hacerlo por dignidad y siempre al parejo».

Más o menos veinte años después, me encontré con el Tío Julio lejos de las altas serranías donde se dedicó a cultivar café. Me contó que, gracias a una inesperada coincidencia, pudo dejar la cárcel a los seis años de haber ingresado, pues lo habían condenado a pasar el resto de su vida en ella. “Un viejo conocido llegó a gobernador, hijo”, me confió Tío Julio, “estuve con él en los frentes de batalla hacía ya varios años; les dijo a sus asistentes que de inmediato promovieran a mi favor un amparo y mi salida de la cárcel estatal; hubo alguien que objetó la disposición y el ex oficial de alto rango, ahora gobernador, le espetó que era una orden para cumplirse, no para objetarse”. 

Estuve compartiendo mesa y sobremesa con mi querido padrino, rememorando aquellos años en Altos del Consuelo, en donde nací afiebrado según mi madre, y por eso al siguiente día de nacido el tío Julio me llevó a recibir las aguas bautismales por si sí o por si no. A veces mi padre no me llamaba por mi nombre de pila, sino con el nombre de mi padrino, pues decía que tenía yo su mansedumbre, delicadeza y buen talante. Según me han dicho, ya no existe en el mapa ese sitio llamado “Altos del Consuelo”; me tiene sin cuidado, pues en esta memoria lo recupero, así como el recuerdo venturoso de mi padrino, quien alguna vez hizo llegar a mis manos la primera pelota de fútbol que ostenté en calidad de propietario. Disculpen si les dejo, el corazón me rebota cuando escucho la voz de mi padre llamándome desde el pasado con una aclamación que repite: “¡Julio, Julio apúrate que te estoy esperando!”.

Fer Amaya

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