Barrieron con todos los perros habidos y por haber en varios kilómetros a la redonda. Empezaron con los que llegaban al muelle a recetarse el triperío del pescado con que los fileteros abarrotaban las latas dispersas a lo largo de la zona de maniobras. Perros que, al disputarse algún intestino manido, parecía que estuvieran inventando un rabioso juego de vencidas, ese que ahora es patrimonio de los políticos. Yo fui, Pareja, quien sacó provecho de ese primer festín que los amarillos se empaquetaron con todo aquel perraje. De a diez por chucho, y tuve lo que nunca en mi vida: me alcanzó para varias semanas de pedo, a punta de pura caguama, cosa que, para mí, bebedor de aguarrás, fue un lujo. Una vez hecho el trato a través de un intérprete, que chapaleaba al gabacho su hablar como ladrado, bajaron del barco, a la carrera, los ojos de rendija, chaparrones y toscos, y sacando un garrote de su morralilla, comenzaron la tumbadera de canijos. Pensé en un principio que, a los perros, los querían para encarnar sus cimbras tiburoneras, pero más tarde tuve que aceptar, con la resistencia de mi buche, que los querían para tragárselos. Cuando me invitaron a subir para hacerme participar de su refinada, lo que vi me aflojó por completo: sobre unas parrillas hechas para eso, y atravesados por delgadas varillas, se veía a los perros chorreando su manteca hedionda. Ellos arrancando pedazos de carne martajada y disfrutando de aquella desgraciada pitanza; yo, arqueado sobre la borda, deponiendo hasta la última viruta del almuerzo que tan felizmente me había jambado antes de llegar al muelle. Pareja, lo que le cuento es verdad, por aquellos tiempos no quedó un solo perro ni para ladrarle a la luna. Los que ve ahora son hijos de otros que mandamos traer una vez que los amarillos se borraron del mapa para siempre. Si no, dígame usted, Pareja, ¿Qué sería de un pueblo sin perros? ¿A quién copiarle las mañas y las desmañas?
Fer Amaya