Para empezar déjame decirte que te amo, aún cuando tú jamás lo sabrás ni te será confiado por quienes saben de ti y sospechan de mí, aquellos que me han visto en las veladas mitigando mi tristeza con cantos de infortunio y poemas de desolación. O quizás lo llegues a saber, pero para cuando no sea importante. Qué es lo que me importa de ti te preguntarás, la respuesta es nada, porque nada debe importarme, de lo contrario no me estaría tomando el tiempo para escribir estos párrafos unidos por la premura de mi mano desahogando los impulsos de mi pecho capaces de romperlo, de hacerlo añicos contra la pared de los olvidos. Sin embargo, debo decirte que te he profesado una admirada devoción, aún cuando no si eres persona o ilusión que entra y sale del mar como lo hacen las sirenas en la inventiva del ciego que escribió La Odisea. Un ciego, eso debo ser yo que, por amarte, he olvidado qué hay nubes en el cielo y espumas en las olas. Mira, aunque esto no haya sido escrito para ti, tómalo si gustas, y empieza como yo a imaginar que el amor puede ser también un invento del pensar y del sentir, e invéntame como sea de tu gusto, imagíname como prefieras, o bien un tipo amable y cariñoso o mejor el heraldo que porta la bandera de la poesía, ese almacén de pensamientos que dicen es donde la pasión se inventa, se agota y se renueva. Estoy a punto de darte mi adiós, por una razón muy simple, estoy cansado y el sueño hará presa de mí en los siguientes minutos que le sobran a mi vela. Amada desconocida, he estado tan cerca de ti que la próxima vez que nos veamos dirás: “ah eres tú, te reconozco, pues eres muy parecido a alguien que me escribió unos versos, me dijo cosas bonitas y hasta me cantó una canción”. Hasta la vista hermosa desconocida, no quiero, por segunda vez, correr el riesgo de ser inmensamente feliz. Este inusitado momento de mi vida, se va, se fue.
Fernando Amaya
