He contado en otras ocasiones algo que me ocurrió en aquellos señeros años de mi infancia, y que involucra a mi madre en el hecho ocurrido. Hacía poco que habíamos llegado a Puerto Ángel por segunda vez y de manera definitiva, estableciéndonos en la famosa “Playa del Panteón”, en una covacha muy humilde y elemental. Para mí era emocionante irme a bañar y a saltar en esa playa de memoria mítica, aún ornada por estacahuites, flores de árnica y quiebraplato. Desde la orilla veía yo la actividad de los pescadores, y mi mente empezaba a fabular historias que hablaban de la epopeya viviente de aquellos personajes. En referencia a la experiencia que quiero contarles, está relacionada con la búsqueda del saramullo más grande, aquel que en mi normal delirio infantil pudiera ser protagonista de una odisea de cangrejos en disputa por una magnífica casa de arena. Y me puse a cavar cerca de la raíz robusta de uno de los mangles antes citados, el que estuvo plantado al centro de la playa. No hallé a mi saramullo fuera de serie, pero sí encontré cinco monedas de veinte centavos, la icónica moneda del sol y del gorrito, que hizo de nuestros gustos y necesidades el mejor de los satisfactores. Con una podías comprar un mango con chile; con dos, una paleta; con tres, una nieve; con cuatro, un refresco; y con cinco, el almuerzo ofrecido por la vendedora que se pulía con sus tacos enchilados, o sus empanaditas que llevaban una pizca de frijoles refritos. Imagino que mi mente desglosó ese catálogo de antojos cuando conté las cinco monedas sobre la palma de mi mano. Sólo faltaba notificarle a mi madre el hallazgo, para ir en búsqueda de la golosina de mi preferencia. Y pues llegué a la covacha e informé a mi madre de lo ocurrido; ella, sin voltear a ver siquiera mi mano y su contenido, expresó con voz grave e imperiosa: “Ve a dejar ese dinero a donde estaba, el dinero no se encuentra, el dinero se gana para que sea tuyo y puedas hacer uso de él”. Sin opción para réplica y con un sentimiento de infantil decepción, cavé a un lado de la raíz del estacahuite y sembré de nueva cuenta las emotivas y radiantes monedas. En mi infancia, no pude entender del todo la lección, pero ahora mi alma serena la comprende a la perfección, y doy gracias a mi madre por su magisterio de humildad y honestidad, que para mi es de orden infinitamente superior, y espero sea un legado para los muchachitos de mi afecto que emprenden el vuelo en la búsqueda de realizarse como personas, como seres humanos.
Fer Amaya