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sábado, septiembre 7, 2024

Con el dedo índice atorado en la malla que cubre los libreros en la biblioteca Burgoa

Reportajes

César Rito Salinas

La leyenda de Alejandría no dejó de crecer.
IRENE VALLEJO, El infinito en un junco

Hay noches, madrugadas en que me cargo de preguntas. En la infancia me acerqué a mi madre y pregunté esto: ¿De dónde vienen las letras? Ella -atareada entre el lavadero y la cocina- me dijo con su cara limpia, inocente, de amorosa mujer zapoteca: no lo sé. Y aquella respuesta me puso en la certeza, a mis pocos años, sobre la relevancia de esa pregunta, de inmediato surgió en mi cabeza otra pregunta: ¿qué pregunta es aquella cuya respuesta desconoce la madre? Mi madre lo era todo, fui huérfano de padre a los nueve años y su respuesta me persigo hasta estos días.
Con frecuencia le damos poca importancia al trabajo de nuestras manos, los afilados dedos.
A los libros le acerqué por la voz humana. Soy el hijo último de una familia de cinco hermanos, antes de conocer el papel impreso mis hermanos -por las tardes- leían sus trabajos escolares para mí. Esto hizo mi preferencia por algunos autores, sin saberlo, sin conocer la escritura, me hice al gusto de las frases cortas, contundentes, de aquéllas cargadas de una voz sentenciosa repleta de palabras que yo podía ver.
Con la lectura de mis hermanos me hice por el gusto de la escritura visual, aquella que se recarga en las palabras desde donde se levantan imágenes. Era un niño de Tehuantepec, en el Istmo oaxaqueño, aún no conocía las ciudades, puedo decir que desconocía el alumbrado público, las calles pavimentadas. Sólo sabía del viento fuerte que derriba las antenas de la televisión sobre el techo de la casa, del silencio que carga la noche cuando concluye la transmisión de la XEKZ, la radiodifusora local, del café con leche y pan que nos hacía cenar mi madre.
De la noche recuerdo el aullido del viento, la ventana oscura, las ramas agitadas por brazos invisibles. El miedo a los ladrones y mi deseo de proteger el sueño de mi madre, mis hermanos.
Me hice lector para acercarme al mundo urbano. Mi hermano José Luis, mayor que yo unos seis años, marchó a estudiar en la capital del país, a su regreso en vacaciones me contó de las calles iluminadas, me trajo un libro; mi hermano Miguel Ángel, el mayor de la familia, a su regreso de la ciudad me contó tramas de las películas, del cine al que acudía con sus amigos.
Así me hice lector, con el amor de mis hermanos.
Como el benjamín de mi madre, la tradición zapoteca marcaba que me quedara en casa a cuidar la vejez de mi madre. Fui rebelde, me fugué de casa a los trece años, llegué al puerto, la ciudad de noches iluminadas. En el puerto, Salina Cruz llegué a conocer la biblioteca pública municipal.
Cargaba ya la piel hecha a la respiración de la madrugada, no me costó aprender los modos de la lectura y sus desvelos.
Soy lector autodidacta. Desde el principio descubrí la importancia de leer al lado de un cuaderno, atento a las palabras desconocidas.
Por las noches leía. A la tarde siguiente, al salir de la secundaria, iría a la biblioteca a pedir un diccionario. Me ilusiona pensar en las horas futuras guiado por la lectura pendiente por hacer.
A las horas de la noche, en aquellos barrios de Salina cruz, le agregué música.
Pocos abemos de los dedos, las manos. Cargados de preguntas y de anheladas respuestas olvidamos la importancia de acariciar las hojas de los libros.
De ahí vengo, soy lector municipal.
Mi crecimiento fue de monte afortunado, que crece libre en el cerro sin mano ni guía que lo oriente. Solo guiado por el sonido que producen las letras.
Leo con el oído, atento a la imagen que forman las palabras en mi cabeza mastico las sílabas.
Tengo claro que la infancia me dio la grandeza que puede ofrecer la memoria musical, desde ese registro de sonidos obtengo el sentido de lo que dicen los autores y sus letras. También me tocó ir a estudiar a la ciudad, pero ya nada me daba la noche urbana porque conocía el inmenso cielo estrellado de los libros.
No me canso de escuchar la música, encuentro el fraseo musical -la oración- como punto donde arranca la confianza en la conversación cotidiana.
Distingo gestos, intenciones, en la variación de los tonos.
Estoy dispuesto al diálogo más allá de los párpados cansados, así me hice escritor. En el puerto me enseñaron que se ha de trabajar por un estilo de vida que uno desea.
Soy hijo de madre analfabeta, en la adolescencia pensé que escribir era el mejor regalo que yo le podía entregar a mi madre al nombre de mi madre, Facunda.
Las horas con los libros me llevaron por navegaciones, enfilé por el rumbo incierto de las ciudades, otros puertos, islas, colegios. Por donde quiera que andaba me hice acompañar de libros, esa voz que traía la música sin final.
Desempeñé oficios varios, cada noche regresaba a la lectura, los libros, mi casa de sonidos.
A temprana edad me hice del vicio secreto de la escritura.
Pasaron los años, como en un cuento de hadas aquello que imaginé se cumplía, pude ver mi nombre impreso en el lomo de los libros, llegué a reconocer mi rostro en la página del periódico -recuerdo un mediodía en la Habana.
Comparto letras.
Hace años fallecieró mi madre, mis hermanos.
Esta tarde de viernes en la biblioteca Burgoa del Centro Cultural Santo Domingo, al acudir por motivo de trabajo a escuchar la conferencia sobre justicia y Derecho que impartió la doctora Ana Laura Magaloni sin darme cuenta me detuve junto a uno de los estantes que contienen los libros. Los libreros cuentan al frente con una protección, una malla oscura. Escuchaba la conferencia, Magaloni decía el resultado de dos investigaciones que había realizado sobre violencia, inseguridad y acceso a la justicia en espacios de barrio bravo.
Ella hablaba sobre el crimen que cubre a nuestro país.
La noche anterior llegué a sentir un dolor en la mano derecha, en mi dedo índice que utilizo para escribir -escribo con dos dedos. Sin descuidar mi atención sobre la conferencia atravesé la malla de protección del librero con mi dedo índice, moví la mano, sentí placer, “un ligero dolor sabroso”.
A escasos centímetros estaban los libros antiguos, mantenía por unos instantes el dedo atorado en la malla oscura.
Pasado unos segundos lo retiré.
Me alejé del librero.
De regreso a casa pude caminar por la ciudad oscura. En puente Valerio tomé el mototaxi que hace la ruta hacia la colonia Moctezuma, en el camino un viento fresco acarició mi rostro.
La noche anterior había dejado pendiente una lectura, Había mucha neblina o humo o no sé qué, de la maestra Cristina Rivera Garza.
Saboree por anticipado: en casa, durante las horas de trabajo podía escuchar música.
Antes de llegar a casa volvió el dolor volvió a recargarse sobre el dedo índice de mi mano derecha.
En la noche urbana supe que elegir una determinada forma de vida requería de un esfuerzo. Extendí mis dedos. Me reconocí dispuesto a pagar ese precio, abrí y cerré la mano.
En ese instante supe que había descubierto el sitio de donde vienen las letras.

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