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sábado, julio 6, 2024

Con la respiración detenida

Reportajes

César Rito Salinas

El que tiene por oficio escribir elige un sitio, un lugar bajo el cielo, un espacio que ofrezca la temperatura ideal para que su cuerpo -las manos- elabore el ánimo que acarrea a las palabras.

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Esta actividad resulta agotadora, si se realiza por más de cierto tiempo.

Una hora. Puedo sentarme a leer dieciocho horas de corrido, todo un día, o parte del día. Pero sólo puedo aporrear el teclado por una hora. O dos, a lo mucho.

Escribir cansa, si la letra sale desde el culo, desde el fondo de la persona que escribe, desde la planta de los pies, la raíz de los cabellos, los huevos.

Se tensan los músculos de mi espalda, mi cuello, mis piernas.

Y ando muchas horas después con el cuerpo lastimado. Amanezco estreñido. Y no se diga de la quinta y la séptima vértebra. Las traigo molidas. Pero las ganas de escribir, de golpear la máquina con los dedos es superior al dolor mismo, a las incomodidades de permanecer sentado, al mañana, como si yo fuera una de las palomas que, detenida en el borde del trasto de peltre, agarra a picotazos el aire, el fondo del perol porque ya el perro terminó su comida o porque ya sólo hay que lanzar picotazos al fondo azul vacío para que pase la mañana con su cielo azul.

A todo esto yo vine a hablar de la gente y termino hablando de las palomas, del patio en el que suceden cosas que realizan las aves hambrientas.

Cagan. El patio huele a pólvora, por aquí pasó la guerra. Mi ansiedad, con el paso de las palabras, se contiene, en mi sien derecha atraviesa un dolor como un sueño, una nube, un presentimiento que proporciona sombra por un instante para luego dar paso al sol quemante sobre el patio, el tiempo sin respiro desde el cual sale la letra.

El asunto es este, escribo como si tuviera la salud dispuesta a perder el tiempo en esta escritura, comunicarme con el olor de la pólvora o los sonidos en el patio. Alguien, algún vecino construye una casa.

Hasta la silla donde escribo llegan los martillazos, secos y constantes, puntuales y exactos. Un ruido metálico diferente del ruido que hacen las palomas en el trasto del perro. Ahora respiro, cuento hasta trece mientras sostengo la respiración en mis pulmones y escribo (con el número trece, la cifra mágica, quiero decir que escribo atado a las taras, los ciclos referenciales, que estas palabras que se juntan y se pueden leer no son mías, que lucho sin descanso por meterme en el interlineado e intervenir la escritura que se hace por las palabras de otros, de todos.

La escritura es arbitraria, su deseo, así como la cifra con la que cuento mi respiración para tener una mínima oportunidad de intervenir en la escritura de todos.

Pongo mis suspiros, no tengo más que poner en este instante.

Me logro ver desde el exterior, yo con el rostro amoratado siguiendo las palabras que brincan en la pantalla como si se trataran de los granos de alimento industrializado que consume mi perro. Suelto el aire. Toda esta escritura resulta una combustión. Introduzco a mis pulmones, al torrente sanguíneo cierta cantidad de oxígeno, lo retengo y lo suelto pasado ya cierto tiempo.

Trece. La cifra. Mágica. El oxígeno trabaja en mi cerebro y hace que la ansiedad que me obligó a sentarme frente a la máquina descienda. Esto quiere decir que el impulso primero no me pertenece, como no me pertenece el espíritu del texto. Anda en el aire, es de todos. Entonces afloran, después del primer periodo de excitación, los dedazos, las confusiones al momento de escribir las letras.

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