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viernes, noviembre 22, 2024

Conferencia de prensa en Palacio, pormenores del lunes

Reportajes

César Rito Salinas

Para ser la primera novela buena, no está mal

Macedonio Fernández, Museo de la novela de la eterna

Era subir la loma, pasar por el pan, las memelas. Era pues hacer la cuesta en el pecho, la pura respiración agitada y llegar a la cima a contemplar la verde ciudad, las torres muy XVI -que esa era la gracia del territorio, ser lo que no es, parecer-, la tierra que tiembla se agita atacada de temblores, con resultado de la modernidad porfiriana de finales del XIX. De la tierra somos su expresión, falsos. Luego entonces este mirar lo que no es y sentirse extasiado con el panorama. ¿Allá está Monte Albán? ¿Dónde queda Atzompa? Y encontrar sentido de la dicha en los 103 escalones con la esperanza que nace en cada pálpito. ¿Dónde quedó abandonada Oaxaca? ¿En qué temblor? ¿En qué gobierno? En Panorámica del Fortín habitan las mujeres triquis, señoras y niñas que venden artesanías, pulseritas y huipiles en el Andador Turístico Macedonio Alcalá.

En la Oaxaca moderna el pleito que viene es por la narrativa.  

– Tengo miedo, están robando mucho -la señora de la tiendita habla y mueve los ojos, ay, tengo miedo.

A veces me pregunto por qué la gente humilde sube la cuesta seguida por una caterva de gringos y sudamericanos que buscan al pueblo, la expresión popular. Entre los tres, etnias, gringos, sudamericanos convierten al Fortín en el nuevo monte sagrado que bien citó López Austin.

– ¿Ya vieron al loquito?, ay, pobre loquito, ¿usted lo vio?

– Si, recién en los escalones.

Digo que cae la noche o la mañana o la madrugada en estas alturas del Fortín, a cada hora del día algo cae, se derrumba. Los pájaros caen con su canto, se arrastran por la cuesta. Las flores caen, se arronan desde lo alto de los floreros; los luceros, a la hora en que cae la flojera cae sobre los que recién despiertan, descienden. Cae la policía, caen ladrones sobre la tiendita y luego de los ladrones vuelve a caer la policía. Cae el sol, la tarde bermeja; se derrumban los recuerdos mientras cae al estómago el café con leche y pan, la tlayuda.

                        Digo que abajo está la ciudad derrumbada. Pasaron temblores, ¿cuántos? No lo sé, no me acostumbro a llevar la cuenta de las desgracias, por favor no me pregunten eso.

Acá iba a escribir caen los aviones, pero eso resulta en este tiempo pura redundancia, caen venezolanos y ecuatorianos al paradero del bus que mandó a poner Murat; caen los suicidas en vivo y a todo color desde lo alto del paradero de los camiones, en la Central.

¿Pero escribes? Si, por deporte, por ocio, porque las letras caen y me ayudan a no car en la rutina de las horas. Martes y jueves pasa el camión de la basura inorgánica, hay que sacer las bolsas; sábado, la orgánica, hay que sacar las bolsas llenas de cáscara de frutas, repleta de gusanos. Cuando falla el servicio habrá que sacar el congelador la carne, el pescado, y meterlas bolsas llenas de basura orgánica. Para no caer escribo; para presentarme escribo por la madrugada, para no olvidarme de mí escribo. Que quede constancia de mi paso por esta tierra, doy fe de mis actos, me convierto en el autor de la narración de mi propia historia en esta ciudad gobernada por ladrones y farsantes buenos hijos de Oaxaca la mentirosa, la que oculta su ruina tras la cantera verde. Oaxaca la pobre desmemoriada.

– ¿Me puede fiar tres panes?

– Sí señor, ya sabe usted que sí le puedo dar fiado; ¿dónde encontró al loquito? Ay, me da miedo ese loquito -dijo la dueña de la tiendita.

y frunció los labios en un mohín como secretaria de Turismo agobiada por las preguntas sobre su pasado electoral.

La tarde corre, sube al cerro con la brisa fresca. En la cima, junto a la estatua de Juárez, hay terrenos en venta. Juárez se asoma a Oaxaca, hasta cuando le roban los focos, el cable, su tendido eléctrico que lo ilumina de cuerpo entero por la noche; el mismo Juárez citado por los gobernantes, las y los diputados; Juárez el indio, el humilde que es objeto de robo y degradación. Juárez de bronce, el humillado. Por la noche me asomo a la ventana del estudio, allá abajo se mira la ciudad con su cabellera oscura reluciente, recién bañada en las aguas negras del Atoyac, su vestido de lentejuelas que bien ocultan las cicatrices. 

– ¿No le presté a usted un garrafón? Ay, no encuentro mi garrafón, ya no me acuerdo de nada. 

Oaxaca la pobre, la humilde, la gran soberbia, altiva que escucha las noticias de la radio y tuerce el cuello para mostrar su nariz respingada de criolla con sangre negra. Oaxaca la desmemoriada. Por la noche, a las ocho, puntuales las mujeres de la nación triqui suben la cuesta con su cargamento de bolsas negras; regresan del trabajo. Por la mañana, muy temprano, junto a la tienda se ponen el uniforme, largos rojos huipiles bordados -frente al señor policía que, en la caseta de vigilancia, se rasca las axilas. Oaxaca la que fue caserío de pobres que se sentían muy de la alta, que acudieron en el XIX al teatro de los italianos que trajeron a la compañía de ópera italiana, desde luego, la misma ciudad de las calles empedradas con arroyo al centro donde se vertían el contenido de las bacinicas; la apestosa Oaxaca de Juárez y Don Porfirio, la misma que entre los dos eligió al militar porque le recordó cierto aire blanco de sus antepasados españoles.

José María Cruz Porfirio Díaz Mori, el mismo que viste y calza en la sala de cabildos de la presidencia municipal, el que murió en París y no precisamente un jueves de lluvia, con aguacero.

–  Ay, el loquito, mucho me da miedo ese loquito.

Oaxaca la de trenza y huipil, enamorada de las botas militares, de los músicos que aparecen los domingos bajo el laurel, en el zócalo; la misma Oaxaca que se enamora de los choferes de camión urbano, oronda ella sentada en el primer asiento del camión tras el conductor. La misma que tímida cobra el pasaje, que esconde los ojos y extiende la mano, que perversa sonríe para sus adentros.

– Amor, ¿trajiste panes?

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