Hoy lo vi tañendo una guitarra de forma, por lo menos, peculiar. No sonaba las cuerdas del instrumento, sino que abanicaba el aire para acompañar un canto indescifrable, enfundado en un ropaje que trae de inmediato el recuerdo de aquel famoso comediante mexicano, de origen oaxaqueño y de apellido Bolaños. El sentido se le fue yendo poco a poco, hasta dejarle yerma esa cabeza que alguna vez propuso temas complicados en su desempeño como pintor de cuadros monotemáticos y coloridos. “La temática de esta exposición, ¿cuál es?” inquirió Méndez. “La mujer”, dijo nuestro personaje a quien algunos paisanos apodaban “Avería”, aunque no fuera de su gusto. Más en aquellos cuadros lo mismo había un simple zapato, de mujer por supuesto, que una Torre de Pisa (derecha) con pequeños puntos difuminados en la parte superior. “Son mujeres”, argüía nuestro cadete confuso, obligado a dar una explicación ante la urgencia de Ponce. Fue él, Ponce, con sus menesteres febriles, quien lo ayudó a cubrir todo el parque de Pochutla, con infinidad de cuadros de tamaños que iban desde una minúscula plica, hasta un bastidor de esos que se usan en los antros, para fomentar la discreción entre parroquianos broncudos. La exposición de Avería hubiera pasado sin pena ni gloria en aquel evento, pero hubo un incidente que trastocó el sentido de lo normal. Una asonada con resabios de disputa se hizo presente. Este discutió con aquel, el uno con el otro, fulano con zutano, y así, hasta que la parte más drástica del embrollo se engatusó entre Ponce y Cheque; este último diciendo que la imagen de una mujer con pene no podía estarse exhibiendo en un espacio concurrido por niños y gente de bien. Ponce machacando con ademanes vigorosos soltaba la idea de que el arte es libre, y no hay razón ni motivo para cuestionarlo y censurarlo. Méndez y yo intentamos calmar los ánimos, dialogando con Avería y proponiéndole que retirara el cuadro en tanto los sentidos se fueran sosegando y se fuera calmando la furiosa querella. A todo esto, Avería nos dijo a Méndez y a mí que su cuadro se llamaba “La Pituda”, y que se trataba de un personaje común y de algún modo aceptable en el lugar que fuera. Méndez y yo nos fuimos por ahí a beber una horchata y a comentar, con buen ánimo, el suceso entreverado de la expo de Avería. Pensamos en que lo más sensato era que los interesados quitaran el cuadro provisionalmente, para volverlo a colocar cuando los pensamientos se hubieran relajado. Pero nuestra sorpresa fue mayúscula cuando, a nuestro regreso, encontramos vacíos los espacios de la muestra pictórica de Avería. Alguien nos dijo que entre Ponce y él, a carreras locas y con estibas riesgosas sobre la espalda, en cosa de minutos despejaron la plaza de las golondrinas y los pochotes. Avería y Ponce no abandonaron la actividad; el primero nos dijo que sus cuadros seguían ahí, pero que ahora eran invisibles; Ponce, que la Pituda ya había cumplido su cometido de dislocar el nudo de rencor e hipocresía tan recurrente en los seres humanos. A Ponce ya no lo he vuelto a ver; a nuestro efímero expositor de obra plástica hoy lo vi, muy temprano, sonando una guitarra sin tocarla y cantado a puros ademanes.
Fernando Amaya