El especialista en el cuento “El dinosaurio” de Augusto Monterroso, es un tipo muy austero y disciplinado; lleva ya varios años observando un estilo de vida ejemplar.
Todas las mañanas se despierta muy temprano, toma la ducha y se afeita con un rastrillo de tres navajas, aplicándose agua de colonia de tono azul y de aroma intenso.
Toma el desayuno y, de inmediato, echa mano de papel y lápiz para abordar la temática tan amplia y abundante del tema en cuestión.
Ha escrito más de mil páginas referidas a la vida de las abejas africanas y su posible concomitancia con los dinosaurios que suelen aparecerse como tránsfugas de una épica inasible en los relatos de esos autores empíricos que al mismo tiempo fueron anatomistas en expendios de carne y correctores de pruebas en editoriales subsidiadas por el magro presupuesto de la cultura formal.
Otras mil páginas ocupan el larguísimo aserto referido al insomnio de los caballos que, propiciatorias monturas, pueden equipararse con las que en algún momento cabalgó Trucutú.
Mil páginas más ofrecen un estudio sobre la posibilidad de ubicar el nudo de esa extraordinaria narración en la palabra «despertó» y otras mil en la expresión «estaba».
Un tratado espeso de páginas incontables recupera el registro de todas las vicisitudes por las que nuestro personaje tuvo que pasar para lograr la obra magna que pone al descubierto el sentido estricto y puntual de la proposición de Monterroso.
El resto de la aportación de nuestro referido especialista es la transcripción exacta de todos los libros que se han escrito sobre dinosaurios, hallados en el morral de su hijo menor, afecto a recitar de memoria el nombre científico de todos los catalogados antes y después del Jurásico. Hay algo que inquieta mucho a nuestro estudioso monterrosiano: el riesgo de que cuando despierte el Dinosaurio ya no vaya a estar ahí.
Fernando Amaya