César Rito Salinas
Nunca creí en los médicos.
Mucho menos en los psiquiatras y psicólogos.
El alma es muy difícil de tratar. Habrá medicina para el cuerpo, pero la que cura el alma desde los tiempos desde la Grecia clásica, la están buscando.
Total, aquí estoy con mi adolorido cuerpo espera de la mujer que va a ingresarme.
Sigo en una recepción junto a un mar que no conozco.
Personas desconocidas me saludan con familiaridad, quizá piensan que todos los adictos somos una misma cosa: basura humana, desperdicios de la sociedad.
La tarde anterior para decidirme ingresar a este espacio, acudí con una masajista.
Me resultó extraño desnudarme en un espacio desconocido, recostarme junto a una mujer que nunca había visto en la vida.
Esa mujer sobo mi cuerpo con aceite de romero.
Un masaje con aceites naturales es lo mejor para un hombre que ha bebido mezcal durante muchos días.
Tres borracheras por día.
Tirando en un arroyo pestilente, junto a hombres sencillos, desempleados sin ganas de vivir. Entrar por la madrugada al arroyo, alta la noche, acompañado de perros callejeros.
Los perros y los hombres callejeros.
Juntos forman un mismo grupo compacto junto a la noche.Los perros, los hombres ebrios, las estrellas -y en alguna que otra ocasión-, la luna.
Resulto agradable salir del estrecho espacio del arroyo e irme a otra parte de la ciudad, con mis hermanos.
Mi cuerpo tembló durante todo el día.
Mi mujer me perseguía por todos lados, para que no me le fugara. Estaba segura que, al quedarme sólo en la calle, me iría al arroyo con los borrachos a beber.
Ese día llego a casa mi hermana con huevos de gallina de rancho y con ramas de albahaca, para hacerme un desalojo.
Mi cuerpo se relajó, mientras me rociaba con una loción fuerte.El desalojo lo practicamos en el patio de mi casa, ahí junto a las flores del jardín. Recuperé mi espíritu, la paz perdida.
Luego de muchos días de mezcal y desvelos el paso de las ramas de albahaca por mi cuerpo me llevo a la confianza de los días de mi niñez.
En ese momento total mente intoxicado de alcohol, con los nervios destrozados, las ramas de albahaca por mi cuerpo me hicieron recordar por un instante los días en que papá y mamá estaban con nosotros: las calles del barrio, las tardes de fútbol en el patio de la casa mientras mi padre nos observaba correr desde la hamaca del corredor.
Era el mundial de Múnich, en un lejano año 74, y todos pretendíamos ser Peelé.
Los días en el barrio terminaban a las siete de la tarde, cuando dejaba de transmitir la radio local, la XEKZ.
El gusto de los adolescentes giró en torno de las canciones románticas, transmitidas por aquella estación de radio.
Eran los gustos de la juventud sudamericana, comandada por Los Terrícolas, Los Pasteles Verdes o Leo Dan, Piero.
Entre muchos otros que conquistaron en aquellos setentas las preferencias musicales que nunca llego a conocer en forma masiva la música de los Beatles o los Rolling.
No se diga de The Doors.
Los padres temían que sus hijos llegan hacer mariguanos, drogadictos, pandilleros nacidos para perder.
En el pueblo iniciaron a formarse las pandillas, pendencieros que buscaban pleito con jóvenes de otros barrios.
Las mujeres cuando regresaban de las fiestas temían ser asaltadas por los mariguanos.
Se toleraba que los hombres bebieran hasta embrutecer, era la tradición, decían.
Pero nunca aceptaron a los melenudos con pantalones acampanados, eran locos.
Contaban en el barrio historias de tragedias, de asesinatos protagonizados por los consumidores de la Juanita.
La enfermera tardó en llegar para hacer mi ingreso, con las manos temblorosas pude hacer un repaso de mi vida pasada.