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miércoles, septiembre 18, 2024

Dionisio Hernández Ramos: el poeta rebelde

Reportajes

Fernando Amaya

Me abordó a la entrada de la emblemática Casa de la Cultura de Juchitán, después de un escarceo a dimes y diretes que había tenido con el policía que resguarda la entrada. “Poeta”, me dijo, cuestión rara pues pocos o nadie aludían a mi persona con ese calificativo, “ese cabrón de Dello no me deja entrar, dice que voy a inoportunar a los invitados, que ya estoy muy tomado, y quien sabe que más dice”. Le dije: espérame aquí, voy a pedir que te dejen entrar, hombre, no es para tanto, tú vas a entrar conmigo, faltaba más. Fui a hablar con el policía, él con mal talante me dijo que la disposición era que Dionisio no entrara para evitar complicaciones en el evento, que iba a estar presente el, para ese tiempo, Director del Instituto de la Cultura Oaxaqueña, un tal Ildefonso Zorrilla. Le pedí con mucha amabilidad que hablara con Dello, que finalmente era esta una reunión de bohemios como las que habíamos tenido con él en su Raa Bacheza, y en donde nunca fue, precisamente el alcohol lo que hizo falta. Regresó el policía con cara fruncida a decirme que Dello había dicho que solamente podía entrar haciéndome responsable de los desmanes que hiciera Dionisio. Ante tal apremio opté por llevármelo al lugar ideal, una caseta en donde vendían cervezas de lata friolentas y deliciosas. Ahí estuvimos campeando el temporal de aquel día de noviembre del Noventa y seis, dedicado a la vieja, la intermedia y nueva generación de poetas istmeños e invitados de otras regiones. Por supuesto, ahí estuvieron Dionisio, Macario Matus, Enedino Jiménez y Manuel Matus, de la gloria vetusta; Magariño, Jorge Fuentes, Raúl Gatica, Cesar Rito, de la intermedia; y de la nueva, Azael Rodríguez, Omar Fabián y, ¡oh dioses olímpicos! Irma Pineda y Natalia Toledo; para esos tiempos, desafortunadamente, Alejandro Cruz ya se había elevado para hacerle una pinta al cielo. Sabrá Dios yo a qué fui, pero si no mal recuerdo, ya desde entonces, fungía como versero, coplero o cantor covachero. Dicho lo anterior, vuelvo con Dionisio Hernández Ramos, su poesía entre bucólica, amatoria y rebelde, propicia para el festejo y el desenfado, así como era él, irreverente y absoluto. Desde nuestra atalaya soporífera veíamos llegar a la concurrencia entre sorbo de cerveza y ocurrencia de mezcal. Cuando avistamos el arribo de la plana mayor, Macario, Manuel y Enedino, entre otros, dejamos nuestro abrevadero y, en perpendicular, fuimos a converger con los aludidos justo frente a la Casa de la Cultura. El enorme colmillo de Dionisio y el mío que empezaba a despuntar coincidieron en la razón de que nadie se podía oponer al arribo de aquel frente despejado e indómito, más cuando Dionisio lo hizo cobijado por los brazos de Macario y Manuel Matus. En lo inmediato dio inicio el acto inaugural de aquel Encuentro de Poetas e Ildefonso Zorrilla, con un discurso rayando en la farsa retórica, declaró formalmente la inauguración. En la parte de atrás Dionisio aventaba arengas y abominaciones en contra del orador; que ¡ya cállate tú, ni idea tienes de lo que estás hablando! ¡qué vas a saber de cultura, de arte, si nada más te la pasas robándole al pueblo! En la mesa ni el mismo Desiderio de Gyves se mosqueaba, sabían él y los demás qué hay una raya bien marcada entre los hacedores de cultura y aquellos que se asumían como tales, pero que se malbarataban en el arte falso de hacer política a expensas de defraudar a su gente. Es muy probable que esa postura (la de Dionisio) hayamos asumido en lo posterior la generación intermedia y la nueva no por desgano y complacencia, sino por convicción y osadía. De ese encuentro recuerdo a Cesar Rito compartiéndonos su poema del perro que se echa dos vueltas y al final se tumba sobre sus zancas; de Azael, los primeros pareados a su Fuensanta consabida; de Jorge Fuentes, algún elogio al pedo de la amada. Pero, en un primer momento, estuvimos ahí para escuchar a los viejas esfinges, a nuestros queridos poetas y narradores con más años en la forja y en la fragua y, por qué no, en la mistela y los jugos de cebada. Macario Matus los fue anunciando con su acostumbrada irreverencia: que Enanino, que Nalgariño, qué etcétera y, al final: tenemos con nosotros a Diovicio Hernández en su estado natural. Y nuestro querido prócer de los zanates y los gulushos intentó leer para los otros (o sea nosotros) su impecable poema “Eres mi tiempo”, con el libro al revés y sin sus necesarios lentes, perdidos o empeñados en sabrá usted qué extravío de lugar y momento. Nuestro querido poeta-hermano Enedino Jiménez, sentado al lado de él, le acomodó el libro y le colocó sus lentes, para que pudiéramos escuchar aquella voz rasposa capaz de fraseos inimaginables. Enterado que hoy, el entrañable poeta zanatepecano, es objeto de un merecido homenaje, recojo de la brisa esta memoria y brindo por él con mi tarro de café a la orilla de este mar que él también vio y disfrutó en sus andanzas: la imperturbable y fogosa Mar del Sur.

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