Ella fue el amor de mi vida, pero nunca lo supo. No tuve la oportunidad de decírselo. Qué hubiera importado su respuesta, su desdén o consentimiento, si el amor de una vida no es obligatorio que se cumpla, simplemente que sea el amor de toda la vida en el olvido o en el recuerdo.
Referir que no está o que está, carece de importancia pues en todos los casos es como si estuviera. Mejor dicho, está. Y su estancia es el motivo de esta disertación que puede resultar atenta o tediosa. No obstante, puede ser de suma importancia para las almas invictas, esas que no rechazan al amor aún en su incumplimiento.
No sé si el amor la hacía más bella a mis ojos, o sí, efectivamente, era tan bella como yo la concebía; no tengo dominio de esos cánones, desconozco si la belleza es una invención del alma o del arte, o de ambas cosas. En todo caso, para mí era tan bella, que cualquier juicio, en uno u otro sentido, carece de valor.
No revelar aquí su identidad es lo más propio, pues tal ausencia hace valer, de forma indudable, mi apreciación respecto al amor de mi vida. Sí les puedo decir que eran, para mí, mis años mozos; y para ella, los años de plenitud; de forma tal que la admiraba como se aprecia a la flor espléndidamente abierta, bajo un cielo límpido y fragante.
Aligero aquí cualquier carga de absurda pasión: ella fue el amor de mi vida. Me empeño en sostener que eso es posible, así como es posible la noche después del día, y el silencio después del sonido. Escribo esto para recordarla con mi cariño cribado como arena fina, desde los vuelcos que el frenesí me ha hecho dar, innumerables veces, tantas como he intentado hacer que lo dicho se cumpla a mi favor.
El amor de mi vida es este trazo que esgrimo con pundonor. No evito confrontar a la vida y a la muerte a fin de hacer valedero mi dicho. Resolvió en mi pecho el poema de la libertad, y es el mismo amor el fin y los medios. Agradezco la disposición de todos por abrirle el pecho al amor de mi vida.
Fer Amaya
