Tiene que ver con su disposición a enfundarse un traje rojo recorriéndole todo el cuerpo. Y con la costumbre sumaria de platicar en voz alta, consigo mismo, sobre las calles alborozadas y prietas de un paraíso modesto y sobrio en las landas territoriales del pochote y el zapote cabezón. La guitarra a veces pende de un hilo; otras, de una especie de tahalí con más cara de tendedero que otra cosa; aunque, más de las veces, va acurrucada bajo el sobaco ya verdinegro de nuestro prócer de hogaño. El caso es que la guitarra vaya ahí, sin ser tocada, desde la urbe permisoria de Las Limas, hasta el más grande crucero del mundo, en donde se dividen las rutas del encomio azaroso de la patria amorosa y común. Méndez y Santos lo vieron circular, un treinta de junio, por los límites de su república, con el toldo finisecular de la zona arenosa del continente vecino; verificaron el traje rojo, la guitarra, y además un sombrero tocado con la pluma rígida de algún guajolote precámbrico y vagabundo. Tiene que ver con muchas horas de olvido acumuladas, muy a su pesar, en las amnistías y rivalidades que todo ser humano conlleva en sí mismo, por razón de la batalla indecible que venimos a dar en pro de una historia que nos narra o nos olvida. Sin embargo, la historia de esta guitarra vagabunda ahí está para escribirse o decirse en el canto y el perfil de las horas aún por venir. Méndez y Santos aseguran que el personaje inconfundible de este reporte garantiza el acompañamiento de su guitarra: dos sombras benignas van con ella por todos los caminos y, cuando el anfitrión de este cuento ocupa la acera para prodigarse un descanso, cuatro ángeles castos bajan a alborotar el silencio de la guitarra. Cierto día, un viento rompió la cuerda prima de la vihuela a en mención, un viento aventurero y loco, de esos que suelen asolar los predios de la umbría bucólica del campo de los pichones. Tamaña desmesura prorrumpió en la cuerda lánguida de aquel tesoro grácil de madera, lo abatió y puso al personaje en apuros. Fueron horas y más horas las que le llevaron a nuestro émulo de un rol televisivo a resarcir la grieta que el enfurecido viento le causó en la hilacha prima de su encordado. Méndez lo asistió con su pericia civil de ingeniería, y puso a su alcance el conocimiento teórico referido a la enmienda de los materiales y a su garantía de resistencia. Veinte operarios montaron en torno a la guitarra un mundo complejo de andamios y poleas, sobre las cuales pendieron malacates y garruchas a efecto de enmendar la rotura del cordel con un nudo simple, de esos que los niños usan para amarrarse el calzado. Una vez que Méndez cumplió con su encomienda, apareció Santos con un abasto visible de recursos pedagógicos que, en forma notable, le devolvieron la confianza al transeúnte consuetudinario de la guitarra: “tú déjala así, no te compliques la vida, esa cuerda sonará perfectamente una vez que regresen los ángeles del tono que produce”. Tal vez haya sido por eso, o por razones al margen de los buenos propósitos de Méndez y Santos; positivo, la guitarra volvió a sus paseos interminables sin necesidad de ser pulsada.
Aunque tal vez decir que la guitarra nunca fue pulsada sea, hasta cierto punto, inexacto. Cuenta otro bohemio expósito, de los habidos en este terraplén de camote y chamberina, que una noche de esas que parecen abarrotarse de coral blanco, cuando la luna se hace gemela del sol en su intensidad luminosa, halló al caminante recargado en uno de los pozos de una parota sembrada por el solar de las Habiillas, el pozo contiguo estaba ocupado por la guitarra aludida que, sin preámbulos odiosos, sonaba por ella misma una melodía pausada y nostálgica. Cuenta el atrevido bohemio que dudó en un principio al saber de la hora conocida por todos como pesada por razón de que suele ganarle la voluntad hasta al más osado y valiente de los paseantes nocturnos. Pero no; tampoco el portador ordinario del instrumento tenía que ver con el caso, por hallarse, como témpano, al margen de todo, enrollado consigo mismo y flotando en un sueño más denso que el agua del estero en tiempos de chubasco. “La guitarra sonaba en su pozo de la parota, amigos, y a mí me dio por conmoverme y llorar al ser testigo de los dones de aquel instrumento increíble. Para no romper el encanto de la guitarra, ni el sueño de aquel personaje rojo, me aleje de ahí, y son ustedes los primeros en saber lo qué pasa con esa bandurria que para muchos es un artefacto sin mérito alguno. Sépanlo entonces, esa guitarra modesta y sencilla, arrulla y vela el sueño de su poseedor, le paga así tantas horas de paseo, tantos caminos andados, y los cuidados que se toma con ella a fin de que no le falte una cuerda, su plectro, o algún engrane de la armadura. Sépanlo, amigos, y confíenselo nada más a quien entienda de las cosas que se guardan en el corazón para ayudarnos a sobrevivir”.
Fernando Amaya