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jueves, noviembre 21, 2024

El camino dorado

Reportajes

Arlen Pimentel

Para César Rito Salinas, badu poeta.

«El porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer». 

J. L. Borges, «Para una versión del I King».

El Señor Poeta arrojó su bastón, enderezó las piernas y echó a andar el camino que apareció al mediodía de un miércoles rojo de bugambilias tocadas por la vasija de Pitao Cocijo. Hartos días llevaba sentado en los escalones dispares de cantera amarilla, sometido por los pasos del ebrio que ferozmente habitaba su cuerpo. Unos minutos antes de pintar sus sienes con la luz bermeja, sintió el abandono súbito de la presencia. Se miró la mano y descubrió la botellita de Coca con el último centavo de los diez pesitos reglamentarios escurriendo por la pendiente. Una docena de autobuses para La Central, anunciados por sus gritones, tronaron motores antes de que El Señor Poeta asilara nuevamente las ideas proscritas y las organizara cuidadosamente en cada archivero de su pensamiento. Tomó la libreta regalada y escribió un párrafo, sorprendido de la nueva velocidad, el tono fresco, la agilidad con que las letras se montaban suavemente sobre sus antecesoras. La primera palabra fue la más difícil, los pasos surgieron sin esfuerzo en cuanto apareció la línea sepia sobre el camino, un rayo de luz contenido por la opacidad del asfalto. La línea dorada se extendía un metro por cada pisada de El Señor Poeta, quien para entonces ya mordía con gracia una pipa de brezo carente de tabaco que recibía la sombra indeformable de un sombrero ala ancha marrón. La playera dio paso a una digna guayabera y justo cuando cruzaba el puente Valerio, un exvendedor de celulares con mejor mano para la escritura que para la vendimia lo reconoció y ambos terminaron dando un recital poético entre los montones de pitahayas y las bolsitas de chicozapote de 15 pesos del tianguis de los viernes en la Central de Abasto. Para cuando entró triunfal en la calle Díaz Ordaz, después de vender un par de libros, una flor de mayo acompañaba el lapicero de su camisa a tono con el papel picado que ondeaba a la altura de Arista, al ritmo del Dos de Oros. Los cerros de San Felipe del Agua lucían el azul fondo del mar característico de agosto. Frente a la charola del pan en Mina, César escuchó el silbido del tren Firmin y apuró el paso. Iba subiendo Crespo cuando escuchó la voz de El Negro Laido y su Combo, y algunos autobuses levantaron el polvo en la carretera de su memoria. En la libreta llevaba ya escrita su última novela, entre las manos sostenía un celular con las noticias del día. El rayo de luz comenzó el ascenso entre enredaderas verdes, reinas de la noche y la ceniza de los comales de ocote. Plantas y árboles acariciaban las sienes del escritor a su paso mientras el camino tomaba el color de las despedidas. Una vez en la punta más alta de la vía, El Señor Poeta subió los escalones de cemento, abrió con dificultad la cerradura, regó la tierra del helecho y sus tenis reposaron al lado de otro par más pequeño, en la zapatera de tela junto al sillón. Granos molidos cayeron cordiales en el breve recipiente y la silla de madera cruda hizo frente al escritorio (placa de vidrio, base de máquina de coser). Respiraron las hojas afiladas de la malamadre, el papito corazón. Desde la calle Del Alhelí, un día 2 por la tarde los vecinos escucharon risas, el vapor alegre de la cafetera y un solo de Coltrane.

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