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miércoles, septiembre 18, 2024

El caso del Señor verde

Reportajes

César Rito Salinas
Para Nando Amaya

  • Bajemos del poema –dijo el Señor Verde-, subamos a la poesía.
  • Yo te sigo –dijo ella-, eres mi Señor verde.
    Resulta que Irlanda no se encuentra en las coordenadas que ubican al Istmo de Tehuantepec, pero podría ubicarse en ese norte de las páginas, porque la vida de la gente es un bagazo que pasa de boca en boca, hasta desaparecer entre la saliva. Me explico. Habla murmura. Dice la gente, la gente dice. Cuchichea. Habla la gente, para eso tiene boca.
    Mi madre decía en abono de mi educación, “no hables de la gente”.
    Y ya ven, terminé de inscriptor de lápidas.
    Ando entre tumbas, los muertos me alimentan. Me explico, les damos importancia a los muertos por el sólo hecho de estirar la pata. La muerte es común, pero la dotamos de memoria. Morido muerto enterrado.
    El nombre de quien fuera persona tiene que inscribirse en letras de cantera. Y ahí es donde le brinco.
    Los muertos me alimentan.
    Hago letras de cantera, de mármol y de cemento liso. Muerto y enterrado, para que no se salga le pongo su nombre a la sepultura. Para que se reconozca el muerto sin memoria, sepa que ya es sin vida. Había un hombre tan humilde que armó con sus propias manos la lápida de su mujer. Alisó el cemento con una llana y con una rama de buganvilia le puso el nombre de la finada junto a la cruz formada con piedras diminutas. Altagracia, con el amor de tu marido que te extraña (1945).
    Ahí está la sepultura. ¿Cuántos muertos carga Altagracia en el vientre? Decenas. Dieciocho finados. El primer muerto que se fue en el mismo hoyo su marido, luego el de sus cinco hijos, tres machitos dos hembritas, tres primos que mató el gobierno y que fueron enterrados como n n pero sabíamos en el pueblo que eran familia de Altagracia; luego sus tres yernos, la gente muere joven; las dos nueras, tres nietos, un sobrino que murió en la calle, ebrio consuetudinario, al que nadie lo quiso reconocer; florecieron los muertos bajo aquella lápida que hizo con sus manos el marido pobre.
    Aquí estoy en el oficio más antiguo del mundo, el de sepulturero.
    Llevo el registro de los nombres, año de nacimiento y fallecimiento; el nombre de los deudos. Hijos, padres, abuelos, todos entran en la libreta de registro. Conozco a este pueblo por sus muertos, ellos me enseñan bajo el registro a predecir el futuro, enfermedades y guerras, melancolías; la lista es larga y está cargada de malcontentos.
    Los años de la desgracia no tienen término, siempre hay duelo. Mi madre me dijo, “tu boca, recoge un poco tu boca”. Si recojo mi boca no como. No come mi mujer, no comen mis hijos. Si no hablo de la gente, los muertos y los vivos, no tendría vida.
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