Meco, hediondo, el Demonio aludido nos recuerda a un personaje de Moomin: Apestoso. Su vocación hedionda se la debe a las apuestas que juega a fin de sobrellevar la vida en el Llano de los Coyotes. Una vida astrosa, por cierto, llena de pústulas y escoriaciones. Más, para hacerse de un pan mohoso y de una sopa aceda, a más no poder, nuestro demonio cavila la improbidad de sus embajadas. Ha propuesto, por ejemplo, juntar el agua y el aceite, la mierda y el perfume, en las precariedades de su hacer holístico, sin importarle que su ser despida el tufo de esas mescolanzas híbridas.
Propuso, habrase visto, pagarle a la comuna de sembradores de cebolla, con frascos de un alipús que venden en las tlapalerías del Valle, que se usa también como desinfectante y veneno para las mariposas que amenazan con extinguir la miel de los brezales de malvarisco; además, recomendó el uso de cotonetes en lugar de papel higiénico, que se llegó a escasear por las zurradas frecuentes del Coyote Mayor y su séquito de brujas pusilánimes. Tan de moda se pusieron los cotonetes, que en la zona se le llegó a conocer como el rey de las bolitas e, incluso, no faltó quien le endilgara el mote de rodamierda, en alusión a un escarabajo montado en oro que llegó a portar en los fandangos y las patronales de su aullante comarca.
El Coyote Mayor lo mandó a pagar con boñigas una serie de adeudos que contrajo en sus noches de francachela y sodomía, labor que cumplió a la perfección; su ganancia fue haberse quedado con un morral de las mismas, para invertirlas en la compra de un acopio de mentiras divulgadas, en torno a su consejo y cometido.
En cuanto al cántaro en que habita nuestro vecino inescrupuloso, mencionaremos que es de barro negro, y está montado sobre un soporte de noria para evitar que se anegue con las lluvias y el granizo, cuando su suripanto morador ande en las pesquisas de su habitual encomienda. Por ejemplo, cuando fue a investir a la hetaira preferida del Coyote Mayor, su residencia emblema se anegó, y tuvieron que albergarlo en el barril mezcalero, que alguien ofreció para que no durmiera a la intemperie. Pues no están ustedes para saberlo, ni yo para contarlo, pero el bicho de jarro este se jambó el tonel a mordidas y anduvo de saraguato varios días en el limbo de las corrientes puebleras, donde suele regocijarse metiendo el chompo en alambiques y palenques.
No es casual lo que ocurre en el orbe desastroso de nuestro funesto personaje, él llegó ahí para que asumamos el coyotaje como una parodia incluso plausible, toda vez que están en donde están para complicar lo simple y para simplificar lo complejo, en aras de salir airosos de sus propias trampas, sin la recriminación a que obligan el abandono y el olvido revolcándose en la colcha del menosprecio y la improbidad.
Mas no es un juicio de valor el propósito de esta reseña, ya que su finalidad se ubica más en la recreación de un personaje capaz de superar la peor de las pruebas a fin de lograr su objetivo. El Demonio del Cántaro existe, y esta es su fe de bautizo, por eso el uso de las mayúsculas para darle sentido de propiedad a su nombre. No es tan malo como se le pinta, pero es peor que malo, pues su oceanía carcome la certidumbre de los buenos propósitos, sin posibilidad de enmienda u olvido. Recordemos que es un demonio y en esa condición resume su genio y su logos, pero también su yerro y falacia.
Fer Amaya