César Rito Salinas
En la cocina el arroz se desnuda como ebrio en la cantina.
_ El Diablo – dijo Margarito. La moneda refulgió con la luz del amanecer. Antes que la claridad del sol reventara sobre las casas de Monte Albán, tres hombres caminaban sin descanso por las calles de la colonia Presidente Juárez. Margarito, el Ingeniero, el Poeta. Una perra los guía, Canela. En el firmamento se mantienen aún estrellas y luceros. La luna en cuarto menguante se deja enamorar por el lucero flojo de la mañana. Es una quinceañera interesada por el joven que un día le declaró su amor. El lucero flojo, al ver la respuesta positiva de la luna a sus afanes de enamorado en aquella hora del alba, se ruboriza y se aleja. Adolescente. Abajo, los tres hombres contemplan extasiados, sentados en una banqueta de la calle, los escarceos de amor entre la luna y el lucero. Se incorporan y sus sombras bajo el farol de la luz mercurial se alargan en aquel amanecer lleno de ladridos de perros y cantos de gallos. Caminan en compañía de Canela. Solo buscan descanso para su corazón cargado de penas. Cada uno de ellos, antes de abandonar su casa, de traspasar la puerta que los hace ganar la calle, soportó los gritos de la mujer, los reclamos. La mujer tiene en su corazón solo dinero. Los reclamos son fuertes antes que el hombre salga a la calle. Poco importa a la mujer que el hombre sufra, solo pide dinero. Para los gastos de la casa, para el ahorro, para liquidar una deuda. Nada le importa que sus hijos ya estén preparando su mochila de la escuela, nada detiene a la mujer cuando quiere regañar al hombre. Grita, aúlla como perra en la madrugada. El hombre, paciente, solo alcanza a contemplar su desgracia: la mujer con los cabellos alborotados, con el aliento pestilente, que mueve las manos frente a su rostro. _ ¡Mantenido!
Afuera, en la calle, ya se escuchan los pasos de la gente que marcha dispuesta a sus deberes. Suena el motor de algún automóvil. Los pájaros comienzan la rutina del canto. La vida despierta en la colonia. Alguien enciende la luz en el segundo piso de una casa, en un patio encienden el motor de un coche, se escucha el ruido de una puerta al cerrarse. Suena a todo rugir la máquina de la tortillería. Los pasos rápidos de los estudiantes de la secundaria resuenan antes que la luz del sol aparezca. Algún vecino le grita a su hija, quien no quiere abandonar la tibieza de su cama. Por otra esquina se escucha hasta la calle el caer del agua de una regadera. La mujer se calla. Anda afanada en la cocina preparando el desayuno del hijo que saldrá a la escuela. Su rostro está encolerizado. Pero ante el hambre de su hijo se contiene. Quiere pelear con el hombre pero tiene que hacer sus labores de la mañana. Por un momento se distrae y el hombre gana la calle, traspasa la puerta que le otorga la libertad.
Ya están los otros dos hombres en la esquina, y Canela. Se dan un saludo de buenos días y comienzan su caminata. Hacia ninguna parte, al lugar más alejado de la mujer. Si las estrellas son propicias, contarán su historia reciente de pleitos y reclamos. Pero la amistad de estos tres hombres les indica callar. Sólo caminan en silencio tras los pasos de Canela. La perra los lleva hasta unas piedras, en los límites de Monte Albán.
__Pon el Diablo – dijo Margarito.
Una moneda refulge con la luz de la mañana. Pasa la gente por esa calle. Algunos señores levantan la mano ante estos tres hombres en señal de saludo. Las mujeres bajan la vista al pasar junto a ellos y murmuran. La gente se va a al molino o al trabajo. Los albañiles y sus chalanes pasan, sonríen a los tres hombres. Uno de ellos se detiene y de sus bolsillos saca unas monedas que deposita junto a la moneda que está en la banqueta, el Diablo. Esas pocas monedas llaman a otras, y a otras más.
La mañana es alta cuando los tres hombres, en silencio, levantan las monedas y se alejan rumbo a una casa con ventanas enrejadas a comprar su cuarto de mezcal.