Sentía gusto por dejarse mortificar de los zancudos, y de algunas otras plantas o bichos que producen irritación y escozor a lo largo y ancho de la piel.
Prefería esos lugares a donde no va nadie para evitar ser acribillado por los chaquistes que, aparte de enconar la dermis, dejan el cuerpo picoteado y lloroso como el de una cebolla mondada para usarse en caldo. Se recostaba sobre la arena del río y dejaba que los mosquillos le hirieran hasta las mucosas de todas las zonas así consideradas.
Una vez que la parte del frente le quedaba como trapo zurcido, se colocaba de espaldas a modo que el enjambre de insectos zumbones le perforaran desde el reverso del pabellón de la oreja, hasta las paredes del ano y las plantas de los pies. En su pueblo ya era familiar la figura de aquel personaje que pasaba por las calles con la cara hecha un tomate y las extremidades como de mojiganga cubierta con papel china rojo del peor, de ese que casi hace sangrar la vista de tan brillante y encendido. A pesar de que era un míster sumamente discreto, su mujer no guardaba tanto esa misma discreción y contaba que tiraron todos los pabellones hechos y desechos en un uso, hasta determinado momento, ordinario; lo mismo pasó con la cáscara y hasta con la corteza del coco usada a manera de repelente para mantener a distancia el enjambre de moscos seguidores.
Un día cualquiera, contaba la doña, el pateco rosado se dispuso a vivir en insana convivencia con los bichos caseros y monteses, sin que ella hubiera podido persuadirle de pensar o hacer lo contrario. Cuando le inquirieron acerca de la manera en que pudo salvarse del infortunio de las picadas de jejenes y demás, confió que ella desde niña siempre fue resistente a todo tipo de piquete, o mejor dicho, a ella ningún animalejo le picaba, incluidas las abejas y las tijerillas. La gente especulaba en relación a la vida en común de dos seres con naturaleza tan distinta; uno, cebado por la lacrimosa insidia de los moscos; otro, completamente al margen de los ataques perniciosos de estas aventureras criaturas también del señor.
Ya ven que en un pueblo nunca falta alguien que lleva a los extremos la curiosidad por saber; bueno, el más licha de todos comentó alguna vez que la consorte de Hinchado le confió que, efectivamente, los jejenes le picaban a su viejo en las partes nobles y, al tratarse de zonas especialmente sensibles, los aguacates se le ponían como berenjenas y el banano como camote; pero que no era aquello en especial lo que la mantenía unida al espumoso capitán; no, vecindad, cómo van a creer, uno no hace vida con alguien por eso, la verdad es que Hinchado, en los arrebatos de sus rasquiñas consabidas, decía cosas muy bonitas, algo así como lo que hacen los curas cuando se trepan a su cajoncito de madera, o como los maestros cuando están de buenas y juegan con sus escueleros a los encantados. Si ustedes llegan a venir un día a mi pueblo, pueden pasar para que los lleve de visita a la casa del héroe de este relato, les recomiendo asegurarse con un buen pomo de aceite de citronela, a modo que los zancudos de ese panal vivo que es nuestro Hinchado, no le vayan a perturbar el sueño, esa pereza que nos invade a todos, y qué resulta indispensable para amar y vivir.
Fernando Amaya
Imagen: Hombre desnudo/Botero