Fer Amaya
El hombre de los bigotes blancos suda café por las mañanas y leche por las noches. Está agradecido con la Virgen de las Melenas, por el invento del mariguanol y, aunque no lo usa, tiene conocimiento que su aparición ha venido a destetar la afición de los cetáceos terrestres.
Un hombre cano, sólo de bigotes, sin otro merecimiento más que el de haber aparecido a hora temprana, cuando ni el internet ni los paneles solares habían hecho acto de presencia en el medio habitual de los testaferros de la sopa Maruchan.
A decir verdad, no supo a qué vino, y no se tusa el bigote porque sospecha que en él radica el costo devengado de la riqueza que ostenta.
Puesto que en estos tiempos el bigote, como la lapa o el papel carbón, es una mención nostálgica en las reuniones de iconos ausentes, aquellos que constataron la razón de otra vida en nada semejante a la actual, mencionar uno de ellos y, sobre todo, atribuirle un color, puede sanar una herida inédita en el sumario de las herencias dolientes. Por eso aquí no es lo más importante el sujeto que los porta, sino los bigotes mismos en su perfecta simetría y en su abundancia de tono capilar, entre lácteo y níveo.
Eso también lo sabe nuestro galán de porcelana; por eso medita, collar en mano, si ha sido propicia su aparición en estas landas de blanco frío y de calor transparente. El balín diminuto y estridente de nuestro bigote cano, da por hecho que su hombre emprendió la retirada por rumbos imprecisos e inagotables.
Una vez que lo ha entendido, se va de paseo con las polillas y las mariposas que se recrean con un verano de lúnulas manidas, semejantes a nenúfares y carolinas ateridas por el sueño del agua, copioso y abundante. En tal coyuntura, nuestro bigote albino se percató que no estaba solo, sin necesidad de que alguien profiriera tal exclamación coreada por pelícanos y probetas en el ensayo divino de la libertad. Encima del bigote planean unos anteojos morenos con cristales de azogue ensamblados rigurosamente a los aros flexibles sostenidos por el puente ajeno a la ausencia de una nariz.
Podríamos agregar una cachucha a la estampa de la dupla ya mencionada, incluso un lazo o corbata de moño para perfilar el motivo de una supuesta elegancia; pero no hace falta puesto que con bigote y anteojos nos basta. Será que el bigote por sí mismo, apoyado por los lentes, pueda resolver la trama de nuestro intento de apólogo. Cual sería la lección deducible de ese montaje imprevisto, de esa relación improvisada. El bigote se desaliña un poco cuando la surada lo mortifica, y los lentes se empañan cada vez que la temperatura de la troposfera aborda los registros de la postura de abrigo y la encomienda de frazadas.
Aún así, bigote rumia su contento en la explanada de arena contigua al océano-mar eréctil e insumiso. Puesto que a cada santo le llega su día, el nuestro debe renunciar a su atributo de bigote libre para volver con su portador empedernido. No obstante, tantos días de libre albedrío, tantas horas de libertad suprema, lo han dejado luciendo en un cuadro Magritte con la absolución de los anteojos que fueron su revocable compañía.
En un segundo providente ya está con nosotros de nueva cuenta el petimetre de los bigotes blancos, es suya la voluntad de esta tarea, suyos los lentes e incluso el moño que asume su condición de corbata para dar punto final a esta pesquisa de temática errónea, cual deben ser los argumentos de egregias efigies consabidas. Los lentes y el bigote se calzan en el hombre que abandona el espacio en donde fue objeto de culto, razón de ser, pretexto y fortuna.