César Rito Salinas
Corren las letras sobre las notas de un sax alto, los párpados ya se cierran de cansancio. La jornada fue dura, con las horas al pendiente del reloj y de los movimientos del ruso. La encomienda era una: seguir las instrucciones de la casera (el ruso es editor, realiza su trabajo en línea, lo quería decir que a las tres o cuatro de la mañana el compa ocupa la cocina o enciende el calentador). Las horas de la noche no son para trabajar, lo sabía; no al menos por estas tierras en esta parte del mundo. Pero, chamba es chamba, nunca le corrió a las obligaciones del trabajo.
En otros años fue policía, marino, militar. Periodista. A los trece años se fugó de la casa de su madre, allá en T, y llegó a vivir en el puerto, colonia Guadalupe, en la cima del cerro que mira de frente las aguas del antepuerto, donde termina la calle sin pavimentar -junto a las piedras que, serenas, miran al Pacífico-.
Le dieron en renta un cuarto sin agua ni luz, en la casa del ahorcado.
- Dame cinco pesos al mes -dijo la patrona-, pero compras tu despensa en mi tienda.
Desde los años vividos en colonia Guadalupe acostumbró el desvelo.
En el principio salió al patio, pero el propietario -un antiguo embarcado en naves camaroneras-, le dijo que no, que la madrugada no eran horas para gastar la luz.
En el patio estaba armado el bastidor donde tejía hamacas con hilos de seda -la materia prima era producto del hurto que en compañía de una banda, cada tercer noche caían sobre los almacenes de la naviera, donde se guardaban los rollos de cabo de tres pulgadas, trenzado con hilos de seda, reventados en el muelle por la marejada.
La seda sucia era blanqueada al ponerla a hervir en cazos repletos de sal y hojas de maluco. Por aquellos días supo sortear la persecución de la policía.
Una mañana, al regreso del desayuno en la fonda de Doña Mari, en la curva -antes de llegar a la cima de las piedras- descubrió a la patrulla de la policía municipal.
No necesitó más datos, sabía en lo que estaba metido, pero conservó la calma regresó por el mismo camino por donde llegó. En la bodega de sal -al pie del cerro, frente al hospital de los marinos-, esperó el regreso de la ley. Sabía que los policías habían subido porque no reconocían su rostro.
En la calle que desemboca a las faldas del cerro, cruzó frente a la patrulla, hizo un además de saludo con la mano y el comandante, sentado en el asiento del copiloto, respondió con la mano puesta en la vísera del quepí.
Aquella tarde fue a la cantina del Capitán Melenas, en la colonia San Pablo, frente al sector naval. Si lo buscaba la policía municipal por el robo de los cabos de seda en las bodegas de la empresa, nadie lo buscaría a las puertas de los marinos militares, que resguardaban las instalaciones del sector naval. - Tres caguamas, Doña Silvia.
- ¿Con qué pagas?
- Con una hamaca de seda.
Sabía que iba a esperar por varias horas, eligió la mesa que mira a los muelles.
Hizo tiempo al consumir las cervezas. - ¿Me puede dar cinco caguamas?
- ¿Está grande tu hamaca?
- Matrimonial.
Pidió cachucha con una mujer que llegó pasadas las seis de la tarde. - Una hamaca de seda -dijo.
De la cantina del Capitán Melenas salió poco antes de las ocho de la noche. Sabía que la policía lo esperaba. Subió el cerro por el lado de la colonia San Pablo, en el tendedero de un patio descolgó una camisola de PEMEX que utilizan los obreros en las jornadas de trabajo en la refinería petrolera Antonio Dovalí Jaime. El problema con la justicia no era llegar a su habitación, era encontrar la forma de que no le dieran caza. Aquella situación de emergencia le acarrearía deudas, más trabajo. Contaba ya con algo de clientes en los barios del puerto, en la colonia San Juan, por los rumbos de Playa Abierta, ya tenía acomodados algunos pedidos.
Esa noche la policía lo esperaba por los dos puntos de acceso, por Guadalupe y por San Pablo. La calle Teniente Azueta subía y bajaba el cerro repleto de humildes viviendas. Los perros no ladraron, lo conocían. La guardia que lo esperaba nunca se puso en alerta. Sabía que los vecinos no rajarían, no le pondrían dedo, pero era necesario acercarse a los cuernos de la bestia, desafiar a la suerte frente a los belfos. Un amigo que había regresado de la ciudad le contó que el lugar más seguro para robar en las grandes tiendas de autoservicio era en la fila de las cajeras, donde no tenían espejos.
Un profesor que vivía en la Primera Cuadra, barrio Espinal, le había completado el pago de la hamaca con un lotecito de libros, en la noche de la persecución recordó ese detalle, supo que los libros le otorgarían el mejor disfraz. En la punta del cerro, bajo la luz mercurial ¿quién pensaría que el adolescente que con su libro sería el ladrón de los hilos de seda? A cambio de su libertad se pondría a leer a los ojos de policías y vecinos. Los primeros rayos del sol encontraron al lector adolescente sentado al pie del poste de concreto con el libro abierto (Los relatos del Padre Brown, de Chesterton). En el piso tenía la bolsa con galletas de animalitos.