César Rito Salinas
En estos días de lluvias prolongadas, con el caer de las gotas de agua en los tejados de la ciudad, con ese sonido que nos acompaña en las altas horas de la noche, vuelvo a recordar los días de la niñez cuando despertaba en la oscuridad, todos dormidos en casa, y escuchaba la lluvia, ese sonido se ató a mi cabeza, ese aroma respirado en la más absoluta oscuridad.
Con la temporada de lluvias, regreso a las letras del pasado.
No existe diferencia alguna entre artistas y criminales, dijo un día Pablo Neruda en el prólogo de su novela El habitante y su esperanza, escrito en 1926. El poeta, casi un niño, venía de una cruenta batalla que marcó a la humanidad entera: Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Otro grande de las letras hispánicas, Julio Cortázar, había sentenciado ya en un artículo publicado en una revista argentina que El habitante y su esperanza, de Neruda, será un libro precursor de la nueva narrativa del continente:
Pero Neruda, en aquel prólogo de 1926, había dejado en claro que no le interesaba narrar. Se escucha el claxon de un auto en la calle, lejano al balcón donde tomo el sol de la mañana.
Se escuchan las voces de hombres en las casas vecinas. Por prescripción médica tomo sol atento al reloj como si bebiera sopa a cucharones. Como quien toma caldillo de frijoles. Males, el sol sobre mi espalda avanza hacia el mediodía. Escucho el zureo de una paloma con claridad como si percibiera el deslizarse del hilo sobre el ojo de la aguja mientras una mujer ríe a carcajadas sobre el terciopelo tensado en el bastidor donde borda lo que será el huipil de mi madre.
Las noches de lluvia marcaron el tiempo abierto, en mi casa, del niño que fui. Los demás dormían mientras ese pequeño anidaba historias en su cabeza a partir del sonido de la lluvia que cae. De esas noches obtuve certezas: el mundo imaginario está muy próximo a uno: ahí estaba la lluvia, la seguridad que otorgan las aguas del cielo al ser humano, ese sonido del agua al caer tan próximo que no nos lastima; ahí estaban papá y mamá, todos. Lejos de ese espacio estaba la muerte, la enfermedad, el sufrimiento.
Pasó el tiempo, mi vida agarró otros rumbos: tomé la calle de los músicos, la carretera que conduce al puerto, a las cantinas. Crecí. Encontré amigos y mujeres, algunos libros. Murió mi padre, mis hermanos crecieron. Aunque con pocos años empezó a golpear la vida mis entrañas.
Partí de mi casa. La casa ya no era la casa donde todos nos reuníamos a desayunar los domingos, donde se fraguaron los primeros sueños. Llegaron las carencias, la enfermedad, el dolor. Tomé plena conciencia del camino, de la amistad, de la ausencia y la muerte.
Conocí otras ciudades, otros puertos; muchos barrios. Disfruté el cuerpo de una mujer y la camaradería de la gente sencilla. Me alegraron los amaneceres y la puesta de sol, en compañía y sin ella.
La lluvia nocturna seguía presente en mi vida. Nada me otorga más certezas en la vida que escuchar la lluvia caer, oler la tierra mojada. Soy gente del calor, por eso amo la lluvia que hace crecer la tierra, que reproduce sus frutos. La lluvia: en el campo o la ciudad, en los mares.
El agua intensa que cae en las madrugadas y hace por un instante que el horizonte se pierda, que se junten tierra y mar. Por un instante. Hasta que la luz violenta del relámpago los separa.
La arena del mar humedecida por las olas y por el agua de lluvia: miles de gotas de agua dulce sobre la playa abierta, tendida como una mujer que espera ilusionada a su hombre. El agua de lluvia sobre la arena en cópula ancestral. La lluvia sobre el mar, el instante mismo que hizo posible que la vida fuera.
Por estas noches la lluvia cae. Yo despierto y en mi cabeza vuelven a crecer historias como en los días de mi niñez. Por un instante, al escuchar el caer del agua, al adentrarme en la oscuridad de la noche en la quietud de mi casa, en esa soledad, vuelvo a sentir que están muy cerca de mi cama papá y mamá; todos mis hermanos. Vuelvo a confiar en los días del mundo que vendrán para mi vida. Está lejos, muy lejos, la muerte y la enfermedad: el desamparo.