César Rito Salinas
Por aquí pasas,
espacio abierto,
sin fragancias,
espacio en blanco,
luz de malla diminuta.
Este camino,
inmenso y determinado
como cajoncito de
máquina de coser
donde mamá
perdía hilos y
agujas,
tijeras que cortaban
el tiempo
sobre nuestras
vestiduras:
el milagro del milagro,
dobladillos que desaparecen
para dar paso
a los años del porvenir.
Caja de los remiendos,
tu recuerdo.
Pedales invisibles
que recomponen lo pasado,
que detienen el paso del
aire en los bolsillos.
Por aquí se dilata tu sombra,
este espacio abierto
de la hoja en blanco
donde esta tarde
escribo tu nombre.
La vieja señora Singer
sabe la vida que llevamos.
No existe el fin de semana
para las pobres gentes.
Existen metros y metros
de pisos sin bruñir.
Madera, objetos por limpiar.
Madre prepara
mi atuendo para otras
fiestas, otros soles.
Cansa esta noche su vista
en la preparación de mis
pantalones de galas
como en los días de
las primeras letras
en la escuela del barrio.
Lunes de homenaje.
Así ella esta noche
recarga su sombra
en este fierro
colado,
poroso
desde donde defiende mi persona
del paso del tiempo.
Ella se esfuerza en
preparar mi atuendo
para la noche de mi velorio.
El aro que mueve
la máquina Singer
detiene por un
instante
el paso del tiempo
que se mide
de principio a fin.
Mi madre no quiere
que yo crezca.
Su mano conduce
mi ropa
del lavadero
a la vieja Singer
para que se aleje
la desdicha, la muerte,
penas,
obligaciones.
Observo a mi madre
detenida en una
noche de fin de semana.
brillan los cohetes
de fiesta
junto a las estrellas
que iluminan
los tejados
del barrio.
Ella roba
tiempo al sueño
mientras la
gente se divierte
en fiestas,
celebraciones.
Para ella no habrá
nada que celebrar
mientras
tenga que bajar a medida
la ropa de los hermanos mayores
para su benjamín.
En la madrugada
interrumpe mi sueño
el sonido del pedaleo de mi madre
sobre la vieja Singer.
Todavía ahora me despierta
el ruido de su esfuerzo
hay sonidos que nunca se marchan.
Hace tiempo que mi madre
no está conmigo.
La siguieron en su noche
laboriosa Miguel Ángel
y Guadalupe.
Ellos se fueron tras mi padre,
fallecido hace más
de 45 años.
Dejaron para mí
ese sonido de la vieja
Singer,
en la noche de sábado.
Cae la luz sobre los
hombros de mi madre.
La mujer realiza
su jornada en
absoluto silencio.
En su cabeza andan
huevos revueltos,
frijoles refritos,
sopa de corbatitas.
Y los hijos que se
divierten con la pelota
en el patio,
algún regateo en el
mercado,
vidrios rotos,
cacerolas despostilladas.
El pocillo del café.
La olla donde
hierve el agua.
Panes.
Arde en mi cuerpo
tu ausencia, madre.
el sonido de tus pasos
me acompaña
en esta noche de sábado
en que existo
en esta habitación
de tu recuerdo.
Tiempo a destiempo.
esforzada me
preparas para
este abandono.
Andas por la cocina,
sopeando café con leche y pan,
en el pasillo
escucho tu regreso del
cuarto de baño.
El trajinar en la habitación
sin encontrar lo que
buscas.
Habito en el sonido
de tu silencio.
Desde la esquina de la noche
puedo escuchar con claridad
el hervor del agua,
el goteo incoloro de la llave
en el fregadero.
en otra noche me
despertaba la sombra
de tu figura.
En la vida de un hombre
resulta suficiente
pasar por cuatro velorios.
Cuatro misas de cuerpo presente.
El olor de mujeres
y hombres que lloran
se impregnó a mis manos.
Lo retengo como
testimonio de amante
que sostiene el olor
profundo
de su amada
en la yema de los dedos.
De tanto en tanto
levanto mis manos y aspiro.
Ahí está
permanece imperceptible
el olor
del incienso.
Ese olor
guía el rumbo
de mis pasos
en esta vida.