César Rito Salinas
En la banqueta hay un perro amarillo echado, como luna gorda sobre el arroyo.
- Hoy sí abrimos –dijo ella tras la barra del local.
Por un momento pude mirar que el brillo de la luna estaba sobre sus labios.
Aquel reflejo me llevó a los días del mar, el tiempo en que cundieron como liendres hambrientas las preguntas en mi cabeza.
¿Los perros en la playa oscurecida parirán el número suficiente de crías que vengan a lamer estos recuerdos?
Siempre hay un comienzo, no lo busques.
Para alcanzar estilo en la escritura, para sostener la mirada frente a la mujer tendrás que aplastarte sobre tu ignorancia. Sólo el que ignora todo, o una parte de lo que ocurre a su alrededor, una hoja, una nube, la sonrisa de la mujer, puede imaginar algún suceso.
La ignorancia es la madre de todas las imaginaciones.
El que ignora a los escritores y a los que aplauden a los escritores puede alcanzar a escucharse y contar con una mínima oportunidad para lograr su objetivo, escribir. - ¿Hasta cuándo dura un instante de tu venganza? –la voz de la mujer se arrastra en el agua puerca del arroyo, los sonidos reciben la luz de la luna en la noche de la angustia.
En la barra pedí un mezcal, blanco.
De niño robé el fruto en los huertos.
Yo era un huérfano necesitado de sombra.
En el camino, las hojas del árbol me vistieron. Maté el hambre con la imaginación de un árbol que daba frutos. El tiempo creció en la casa de las ostras, las mareas altas, las mareas bajas. Pleamar y bajamar. Llevo los bolsillos repletos de mensajes para mi padre, algunas piedras.
Aprendí a pescar y regalé peces.
Observé el crecimiento de la sal en el pecho de las estatuas, existían tantos muertos entre nosotros. Bebí el agua clara bajo la sombra fresca de la mujer, me hinqué ante su vientre. ¿En qué hora, qué distancia en la madrugada se arrastra la luna a la playa del arroyo para engendrar tanto silencio? - ¿Por qué no te mueres? –dijo la mujer antes de cerrar la puerta.
