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lunes, septiembre 16, 2024

El potasio

Reportajes

Celedonio Luis, mejor conocido por los rumbos del Canal Diez como “Cele Mentira”, entre otras proezas, descubrió el potasio.

Nos confiaba con su voz meliflua, modulada de forma graciosa en la boca casi desprovista de dientes, que él, gracias al potasio, podía inyectar a las personas con la misma y única jeringa que ocupaba para picar gallinas, sin que hubiera algún riesgo. “Eh chingá, pariente, también por eso le gané una carrera al tren, hace poco, nomás para ser exactos. Salimos aparejaditos de la Estación de Guichivere y por Paso Bravo ya le iba yo sacando varios metros. Cuando llegué al Canal Ocho, todavía me senté a tomar un raspado de limón para esperarlo”. Si le preguntaban cómo le hacía para que los bigotes le crecieran con tanta largura cual vetusto mandarín chino, respondía, con toda naturalidad, que el potasio.

Después de la arriada de los chivos, cuando estos quedaban a buen recaudo en los corrales de empalizada, nos íbamos a indagar por el artilugio de marras. En el patio de su modesto rancho, el Tío Cele deshojaba con una estaca de mezquite, barcina tras barcina, altillos de robustas mazorcas. “Mira pariente, eh chingá”, explicaba acomedido, “no puedo decirles que es, porque es mi secreto, no se los puedo mostrar, porque perdería su poder”. Caray, con esa disuasión lograba mantener verde nuestra curiosidad de escuincles y, a su media, las gallinas foráneas siguieron llegando solas a echarse de cabeza en la olla de agua hirviendo.

La noria de los años apresuró el paso y la vocación nómada de mi padre nos llevó a establecer en Puerto Ángel campamento definitivo. Ahí, la secundaria, en la Pesquera. Fue en primer grado, en la clase de Ciencias Naturales, donde apareció de manera inoportuna la tabla periódica de los elementos y, con ella, el alcalino de símbolo K, número atómico 19 y masa 39; y ahí ves a la adolescencia, desde la butaca de plástico, haciéndole una mueca a la niñez entrañable.

El fallecimiento de una hermana de mi padre nos trajo de vuelta a este inefable espacio de sementeras, canales y silos. Durante la vela, Tío Pedrito Parada, con sus más de ochenta años invictos, se acercó, parsimoniosamente, para confiarme que el viejo tren chapopotero ya solo aparece, de cuando en cuando, sobre el horizonte brumoso y melancólico del Setenta y dos. Del Tío Cele, nada se ha vuelto a saber por esos andurriales.

Llego al viejo y abandonado jacal de Celedonio Luis, abro la todavía recia puerta de palos de grisiña y un agradable olor a palma y humedad me devuelve la certeza de que ahí está su potasio, el artilugio misterioso de los primeros años, que no tiene nada que ver con clasificaciones químicas y saberes escolares. La memoria de la infancia se desahoga plena como el agua al abrir la rechinante compuerta del Canal Diez. En la emoción que se desborda, hay un tributo de honor a Celedonio Luis y a su potasio que, juro por lo más sagrado, jamás será materia de trueque.

Fernando Amaya

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