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viernes, noviembre 22, 2024

El río de Toruco

Reportajes

“¿Qué es eso que has hecho?” le pregunté; “un río”, me contestó. La maravilla de esa edad en la que todo es simpatía, gracia e invención inocente. Dispuso una serie de objetos en forma lineal y se sentaba a contemplarlos: a contemplar su río. Había botes, sandalias, vasos y pequeñas cubetas en aquel río, pero en los extremos colocó hojas alargadas del árbol de mango plantado en nuestro patio. Con especial cuidado al referirse a su río, señalaba aquellas hojas que, seguramente, definían en su mente infantil algo que los adultos ya no podemos comprender. Hoy entendí de otra manera la noción de río, Toruco me ha dado una lección, y con esa lección me quedo para el resto de mis días que, incluso, no todos los ríos van a dar al mar, sino que se quedan fluyendo en la armonía de los días inolvidables en los que la infancia nos hizo imaginar, con inocencia, la magia de todos los mundos posibles. No siempre el mar es el morir, también puede ser esa eternidad a la que aspiramos y buscamos en un infinito dudoso, cuando lo llevamos en la sangre, en las venas por donde discurre esa sangre que busca, infatigablemente, la otra orilla; en este caso, la imaginación de un niño, sus dones aún no perturbados por la vida empeñada en ser otra cosa. Me quedo con el río de Toruco, para siempre, en un gesto de comprender la eternidad.

Fernando Amaya

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