Fer Amaya
No hubo problema en que lo asumiéramos como familia porque llevaba nuestra sangre y cosas más que se comparten en eso de ser parientes. El caso es que un día se instaló en la hamaca del corredor y se la pasó la mayor parte del tiempo roncando como motor ahogado, con chacoteos y explosiones magníficas e irremediables.
Cuando lo apremiaba el hambre, se perdía varias horas entre la selvática arboleda próxima a nuestra ranchería y regresaba con un hato de cañas largas y robustas. En un principio no le dimos mucha importancia a aquella costumbre de saciar su hambre con cañas, lo que empezó a inquietarnos un poco es que se pasaba la caña con todo y cáscara y bagazo, cosa, para nosotros, difícil e inconveniente. De las pocas veces que nos acompañó a dar cuenta del puchero, a la hora de la comida, despertó nuestro asombro el hecho de que escogiera sólo los huesos y diera cuento de ellos más pronto que nosotros de la carne.
Fuera de ahí su rutina seguía siendo la hamaca y contadas incursiones a la selva bravía. Por la cercanía que teníamos con el mar, acostumbrábamos comer ostras, lapas y almejas; nuestro salvaje resultó muy hábil en aquella empresa de recolectarlas, dejarnos las partes blandas de ellas y comerse las conchas, haciendo gestos de complacencia agradable y saciedad mitigada.
Las primeras veces nos resultó preocupante aquella manía de preferir lo duro por lo blando, lo rasposo por lo suave, pero, una vez acostumbrados, cada quien disfrutó de su parte con igual agrado y satisfacción. En realidad, ese era su aspecto salvaje, en lo demás se trataba de un ser pacifico y hasta sociable, al grado que jugaba trompo y canicas con los niños, permitiéndoles que lo montaran como si se tratara de un poni o de un borrico. A la hora de la molienda las doñas descubrieron que podía cargar con todos los cubos de nixtamal sin que esto le ocasionara la menor incomodidad o fatiga. Tío Sotero lo llevó a su palenque a mover la noria y lo hizo como si se tratara de un recreo para su persona simple y tosca; desde luego se sentía bien recompensado con una o dos cubetas de aguamiel que se empinaba gustosamente para bebérselas de un solo trago.
Cupo en suerte descubrir que también podía capturar langostas, a pura mano, sin arpón o hawaiana, y de paso limpiar de algas el arrecife circundante. Nos ofrecía la carne de la cola de la langosta, y lo demás se lo comía él, alternando aquella delicia con puños de algas sin masticar ni remoler. Otra ventaja que el salvaje permitía, es que su presencia en él área mantenía bajo control el asunto de la seguridad; nadie se atrevía, ni por asomo de duda, a infringir el acuerdo no escrito de paz y tranquilidad en la estancia, pues el Salvaje obligaba a pensar en consecuencias funestas para quienes lo quisieran romper.
Alguna vez midió sus fuerzas con el más tosco de los avecindados, resultó ganador, desde un principio, cuando éste sintió sobre sus falanges la presión de una manaza agrietada y curtida, como los cabos de atraque abordados de broca y conchuela filosa. La estadía del Salvaje duró a lo sumo diez años, y lo dejamos de ver, así como a otros lugareños, después del paso de la turbonada que puso de cabeza a aquel nuestro querido rancho pesquero. No sabemos si algún día volverá o sí, como todo en la vida, aparecerá otro salvaje con las mismas características y con la afinidad familiar que, no siendo un requisito, facilita el hecho de convivir con otros de su especie y con quienes fingen no serlo, a propósito de abastecerse con otates y riscos para su manutención.