César Rito Salinas
La relación no está muy clara, para mirarla tuvieron que pasar quinientos años.
Bien podría aplicar acá la trama del relato policial, la mirada al sesgo, el espacio de lo improbable que se repite infinitamente:
Una anciana espera a su gato para la cena, el animal no regresa a casa para la cena. Desesperada, a la mañana siguiente sale a buscar al gato en el lote baldío vecino, entre la yerba encuentra el cadáver de un hombre que viste traje y corbata; denuncia el hecho con la policía. El investigador revisa la ropa, encuentra la marca de la corbata, realiza investigaciones en las tiendas de la ciudad en las que venden esa marca de corbata, en una de ellas conversa con la dependienta que atendió al hombre, se entera que tenía una amante.
Uno
Luego de la Conquista, en las ciudades y pueblos del Nuevo Imperio circulaba en los mercados y plazas públicas, pulquerías y fondas, la figura del lector, la imagen que cargaba bajo el brazo un atado de papeles que, a voz en cuello, leía para la gente, el pueblo.
Por los libros de la primaria nos enteramos de la labor entre los pueblos indios que realizaron los frailes dominicos, franciscanos y agustinos (salta una fecha 1824, un lugar, el Castillo de San Juan de Ulúa, un nombre, Motolinía, que en lengua india quería decir “pobrecito”).
Para llamar la atención de la muy respetable audiencia, el lector -para ganarse unos centavos- asumió un papel, una representación, la del “pobrecito”.
Supo entonces, el lector, que, al cambiar el signo de la figura del otro, el cura solemne, adquiría poder. Así lo confirmó el cómico nacional, Cantinflas, que con su traje estrafalario imitó a licenciados, jueces, embajadores y barrenderos.
Poco habrá que imaginar para ver al hombre moreno trepado en un banquito, que lo hacía sobresalir -distinguirse- de la estatura media. Si nos esforzamos un poco más se le puede mirar con gestos -primera intención del lenguaje escrito- en su trabajo de representación, performático.
Veamos pues al hombre trepado a un pequeño banco que lee los papeles, los aleluyas.
Y habrá que poner atención a su figura estrafalaria, un poquito adelante que la del mendigo -gente del pueblo.
El lector ocupa una posición sobre la tierra, un sitio desde donde se hace uso del lenguaje escrito y las figuras retoricas.
Este espacio del lector tiene su origen en el púlpito de las iglesias, y devino en “tribuna” en cámaras de la diputación y el Senado.
Nace así la figura del héroe popular, el revolucionario -que viene de la figura de santos y mártires de la iglesia.
Su figura cómica que llama a risa conmovía, el conmover tomado acá como la segunda condición de la lectura.
El significado de las palabras escritas lo otorga el lector, no el que escribe porque, al descifrar los signos escritos, los relaciona con su propia experiencia.
El pueblo era analfabeto, pero dado a consumir historias, narraciones para hacer un sitio en el pecho que lo alejara de su condición de humilde, necesitado, por medio del lector en vía pública que -con su atuendo- llama a risa.
Desde el principio de la lengua en español, por nuestras tierras, requerimos la letra por la enorme necesidad de sabernos otros, que nos genera el deseo de ser otro y el mismo de todos los días que ya conocemos.
Las historias escritas nos dieron la oportunidad de logar ese sueño.
Por otra parte, la lectura se daba entre el olor a pulque y aguardiente, desperdicios y orines en aquel siglo XVI, XVII en que las noticias circulaban por la figura del lector en voz alta y solo animaban al marginado a la burla sobre sus gobernantes.
La burla como elk principio que clama justicia.
La letra, los libros, eran para los ricos, la gente del gobierno, militares y curas.
Pero el pueblo se quedaba con la burla para los ricos, la gente del poder.
La figura popular del que lee, cómico, payaso, fue utilizada en los pueblos que se esparcían por lo que hasta hacía poco era conocido como el Imperio Azteca, que utilizaron la escritura para confirmar a su familia dentro del proceso dinástico.
Tiempo después, con la llegada de los ingleses a las colonias americanas, en las poblaciones de nueva creación allá también se difundió la lectura por el lector ambulante, que cobraba un centavo de dólar por hacer su trabajo en el viejo Oeste.
La letra, en aquel tiempo y en este, estaba pegada a la imagen.
Por eso, al estudiar el proceso de alfabetización de las clases populares descubrimos que también fueron populares pintores y dibujantes. En Oaxaca, sobra con mencionar a José María Velasco (1840-1912., Tan fueron populares que el mismísimo presidente Juárez conservó la escuela de Artes que atendía a las clases altas de la Colonia, pero el gobierno de la Reforma retuvo la libre circulación de las letras.
No hay pensamiento sin escritura y -lo más delicado para los gobiernos de la época-, no hubo escritura sin pensamiento y acción libertaria.
Prevalecían los aires de independencia.
Como lo había hecho el gobierno de la Colonia, en los tiempos de Juárez y Porfirio Díaz se limitó la circulación de la escritura a las clases altas, no solo por el temor a las proclamas -el primer género literario de América- sino, principalmente, también, por el temor a la burla, el escarnio público.
Quien lee se convierte en hombre, mujer libre.
Las letras en América nacieron cómicas, como lo fue la burla del pueblo contra el gobierno, su gobierno y sus figuras de poder -la iglesia, los letrados, los políticos.
Sobrará pues con recordar el origen de las danzas tradicionales en los pueblos y localidades del estado, donde los cuerpos se presentan con el rostro cubierto para burlarse -hacer denuncia pública- de los malos gobiernos.
Como ejemplo tenemos, en Oaxaca, la danza del zancudo, de Zaachila, donde los baches (borrachitos), hombres humildes que danzan sobre zancos vestidos de mujer, con el rostro oculto tras la máscara, en tiempos del gobernador Benito Juárez enteraban al pueblo del estado de la administración local.
Por la burla entraron lectura y escritura a la política, a ser el arma de la defensa de las causas populares.
Los zancudos -en escena- hacían de periódico del pueblo analfabeto, en sus versos y cantos dicen sus verdades a la autoridad, cubiertos tras la apariencia de “borrachitos”, de gente ebria que no sabe lo que dice pero integrados a lo que conoceremos como identidad de los pueblos.
Pero bien lo sabían, mejoraron el performance del lector de las aleluyas.
Tal es el origen de la letra ilustrada, una página con figuras, “monutos”, que el mismo José Guadalupe Posadas, creador de La Catrina, le dedicó cientos de dibujos a la página suelta dedicada a los lectores callejeros, a la lectura de los ambulantes que vendían el impreso a centavo.
Ahora bien, dónde viene a cuentas el tema de estas letras, ¿cómo el pueblo analfabeto, reunido en torno de vivales que devinieron en héroes populares pasó de ser audiencia que escuchaba la lectura a ser escritor.
Para mi que la historia se une y aclara el misterio por el deseo de las clases populares de anular al otro, al elegante, el fifí, a partir de la burla contra el poderoso.
En el fondo nunca nos supimos mexicanos.
Bien mirado acá tenemos el origen de una tradición ingrata que, en los pueblos y municipios, mata de hambre al que decide entregar su vida al oficio de periodista, por el placer de la burla hecha pública contra el poderoso.
Quien se burla merece castigo.
Entiendo que este deseo de burlarse actúa como un vicio, digamos el de beber, que nos lleva más allá de la vida misma, que casi raya en el insano juicio de locura.
Dos
En el principio nos abandonaron las aguas.
Sobre las hojas del libro soy un niño que se guía por el volumen de los colores.
En la mañana busco la página donde detuve la lectura la noche anterior, el conocimiento crece entre señales, encuentro la página, mis ojos reconocen los renglones marcados con rojo y azul.
Tengo preferencia por el subrayado a dos colores.
Cuando realizo la jornada de lectura ando armado de un bicolor como los maestros albañiles que atraviesan andamios y muros amparados por un trozo de lápiz en la oreja. Me gustan los subrayados cortos, una oración en rojo despierta mis sentidos, me disponen a extender el pensamiento, me orientan los colores en la mañana de los ojos cansados. El azul me significa concepto y significado, constancia y trabajo, teoría de la construcción literaria. Siete líneas rayadas en azul, entre una línea punteada con rojo arman un sonido específico que llega de mis ojos a todos los órganos del cuerpo como detonaciones.
Parto del color y su sonido a lenguajes mayores, profundos. ¿Qué es el lenguaje? Una carga, una intención, un señalamiento; un tono más allá de la pura necesidad de información. El rojo y el azul me acercan a una realidad figurada en el preciso instante en que aparece con su alta dignidad el subrayado amarillo sobre la página.
- ¿Qué podemos hacer con nuestros muertos?
- Caminos, árboles, arroyos que cobijen el paso de todos.
Un escritor se debe a dos tradiciones, a los asuntos de su oficio expresados por las tierras del mundo, y a la porción de su tiempo, el lugar al que pertenece.
El hombre es un viento que pasa, dice el poeta sueco Lasse Södergerg.