Ya había desbastado varias ramas de grisiña, y el ingrato yugo no podía tomar forma; mi mano torpe no era capaz de darle estructura al centro ni a las copas que se asientan sobre las cabezas de la yunta; con respecto a las coyundas, no sabia escoger las yacuas idóneas y a cada jalón se me rompían. Entonces llegaba Chico y, al ver mi apuro, sacaba de la funda su diestra cuchilla para tallar el yugo más hermoso que jamás había tenido en mis manos; mi corazón palpitaba de gozo reconociendo cada detalle de la pieza, ya me lo imaginaba coronando las testas de mi yunta de barro, esos cebúes que mi madre me compraba en la feria de Tlacotepec.
Una vez concluida la preciosista y refinada labor de la hechura del yugo, Chico Orontes, de un salto, se paraba frente al platanar y, de algún lugar escondido, sacaba la tira que no se rompe; la calaba frente a mis ojos que, niños aún, suspiraban como dos peces en el fondo de la alegría.
Terminada esa labor, que para él tenía mucho de juego, me dejaba en la cabecera de la tabla, rayando a escala un diminuto campo de cultivo y se iba a uncir la verdadera yunta para barbechar el terreno, preparando la siembra que vendría, en unas semanas, a poblar de pájaros aviesos la pulcritud de aquellos parajes de El Jordán.
Fueron tantas mañanas de andar juntos, colectando bisilanas de un dulzor gratificante, o apeando cocos de agua riquísima y de carne que solo podía ser comparada con la infinita delicia de los elotes asados.
Chisporroteaba la lumbre en la fogata de Chico, así como ahora chisporrotean los recuerdos; arrastrábamos una docena de elotes en una pequeña barcina y, con comedimiento, los íbamos entregando a la mano ardorosa del fuego; la experiencia de compartir esa vida con mi amigo mayor es un destajo impagable.
Asistente de mis juegos, pedagogo de mis sueños, el gran amigo poseía esa virtud que sólo ostentan las almas limpias. Por eso, después de que, por encargo de la abuela, llenábamos los cajetes de sus tan estimadas plantas, nos íbamos a tomar posesión de una especie de Ágora representada por dos durmientes de vía, a la sombra profusa de un almendro cargado de fruta; esta historia posee ese aroma imperdible que se contagia a cada palabra vertida, tiene sustento en los relatos de «Juan Tonto” y “Juan Listo» que se le daban tan bien a Chico; con ellos cerraba la jornada de una convivencia sólo comparable con deleitarse mirando «El siete que brilla» o «El soplador».
Un día Chico tuvo que sortear una de las fronteras de la edad al irse muy lejos y para mí fue muy difícil acostumbrarme a su ausencia. Por una reacción instintiva, cada que pitaba el tren, me asomaba en dirección a la estación para verificar sino un milagro podía haberlo traído de regreso; pero era en vano, el paciente Chico, el insustituible Chico, se perdió en los agostaderos del pasado como se pierde una risa en la bruma.
Después de muchos años, regresé a ese territorio áureo de los sueños infantiles pero, adulto, ya no pude asimilar la magia de los tiempos en que convivía con Chico y la amistad prendía como prende la grisiña en un suelo munificente y húmedo; en una reacción que, incluso para mí, resultó imprevista, abracé con cariño manifiesto al almendro que ya de tan crecido parecía desbordar el cielo, fui a los cocoteros, a la compuerta del canal, y por último inhale el olor fecundo de la corteza de la grisiña para recuperar, esta vez para siempre, el recuerdo de Chico en mi corazón.
Fernando Amaya