César Rito Salinas
El libro estaba a 20 pesos en la librería universitaria.
Feliz viaje.
Venta de boletos a todos los destinos.
Agradecemos su preferencia.
¿No olvida usted algo?
Feliz viaje.
Igual esperaba el garrotazo de la mirada. Ella volteó para allá. Yo miré para allá. La chamaquita era buenas chichis, con su blusa azul sin mangas, la axila apenas humedecida de transpiración. El hombre que la traía agarró el teléfono.
_ ¿Por qué tan bajo esta semana? –preguntó. En el asiento de allá, tres sillas de metal, siempre hay tres sillas de distancia, un hombre viejo y firme. Los milagros del gym seguramente o las pastillas o ambas cosas hacían gala en la camiseta azul ajustada. El hombre viejo y calvo camiseta azul apretada al pecho duro hablaba por teléfono. ¿Y por eso te quieres matar? –preguntó.
__ ¡Vete a la verga! –era la noche de los teléfonos en este regreso al puerto, los pechos robustos sobresalían en camiseta azul y mi lectura de Juan Goytisolo hablando del viejo Marruecos. Feliz viaje.
Me gustaría tener una hija que fuera porteña. Que atara sus cabellos para defenderlos del viento que azota el puerto algunos días del año, que llevara vestido rojo con bolitas blancas o blanco con bolitas rojas, sin mangas. Me gustaría tener una hija que fuera al cine del puerto, le podrían gustar las películas del neorrealismo italiano. Una hija que supiera los asuntos del pescado frito, de la escoba que defiende a la casa del olvido que se mete por todas partes, la arena del mar. Me agradaría en verdad tener una hija que se enamorara de un marino y se fugara con él a los mares del mundo. Yo recibiría feliz postales de Grecia, Ceilán, Tasmania.
El gato anda
sobre las piedras
que utilizaron los ingleses
que llegaron a construir
el puerto.
El gato negro y blanco enfrenta
con valor
la transmigración
de las piedras del cerro.
El tanque estacionario de la vieja tortillería espera en la azotea que entre el viento fuerte.
En la transpiración de la botella de cerveza se aprecia el paso de la bajamar por las calles del puerto.
En la tarde de la bajamar, cuando las hojas de almendro semejan lágrimas, el hombre se enamora de cualquier cosa.
Las manos del marino reconocen la temperatura del puerto al contacto del agua entubada.
El puerto es putería, siempre. En todas partes, en todo el mundo. La locura de la carne es el precio que paga la mujer, el hombre por existir frente al mar. En el café del puerto, tras el palacio municipal, la joven sirve las mesas. Un amor la dejó en el puerto, la manutención del hijo la pusieron en el café, una abuela loca. Sirve las mesas, los pesqueros viejos la observan. En las tardes llegan a tirar la trampa escondida en un billete de 500.
Sentir la gradación del ph del puerto en la transpiración de tu seno.