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lunes, septiembre 16, 2024

En el velorio de su padre

Reportajes

César Rito Salinas

Los sencillos placeres del pobre son escasos, alguno de ellos podrían ser el sacar la mano por la borda, rozar el agua con la palma de la mano mientras el bote boga lento sobre la corriente marina.

Mi abuelo Juan tenía una panga y salía a pescar en la madrugada, tiraba el chinchorro en las aguas sucias del antepuerto, lo acompañaba mi padre a la edad de ocho años, esto era una labor poco grata para un niño que solo desea ampliar el tiempo del sueño.

Bogar con los ojos puestos en las estrellas, contemplar la noche alta y olorosa, como cabellera de mujer.
La luna en el mar, tinaja de agua que se estremece al paso del ciento.

Imaginar que se puede predecir el futuro, abrir las manos, cerrar los ojos y abandonarse a la respiración honda y de bajas pulsaciones, llenar de oxígeno la sangre para que inunde la cabeza, los pliegues del cerebro que permanecen en alerta a la espera de una imagen, una respuesta que te diga del tiempo por venir.

La gente pobre necesita saber su futuro, para no abandonarse en las aguas de la desesperación ante el tiempo adverso, cargado de desgracias.

El agua es el perro que persigue sombras en las horas de la madrugada.

Corre el tiempo mientras brinca una pulga en la entrepierna y ocurre que el hombre que quiere ver el futuro y cierra sus ojos, la siente caminar sobre su piel hacia sus bolas, ruta en descenso, sobre la comba del muslo.

(Este es todo el instante de la pulga antes de perderse entre los pliegues del escroto.) ¿Por qué las mujeres ofrecen pan en el velorio? El pan, medida de todos.)

Para olvidar la muerte del padre en la infancia pueblerina le dio por imaginar sepelios urbanos.

Carros negros, carrozas, auditorios con piso de madera plagados de coronas blancas con moños negros, coronas de flores blancas con moño blanco repleto de letras negras en el espacio de la funeraria, con las luces del recibidor encendidas (nadie apaga la luz, ¿no se dan cuenta que quien cubre la cuenta ya está muerto?) pasó a imaginar el camino del cementerio, una avenida con jacarandas donde marchaba el cortejo fúnebre, para depositar en una cripta el cadáver de su padre muerto en un hospital de la ciudad.

Bien lo sabía que el entierro de su padre pasaría sobre la carretera que conduce a la ciudad, pero aquella noche del velorio mientras cerraba los ojos, recostado sobre tres sillas vacías, imaginó algo distinto: que el cortejo fúnebre del día siguiente era guiado por una carroza con el toldo repleto de coronas blancas y las defensas cromadas, en señal de duelo por la muerte de su padre.
Por un momento creyó ver a la familia, imaginó su propio llanto.

Todo esto imaginó la noche del velorio de su padre, sobre las sillas abiertas en el patio de su casa.

Bajo el cielo de la ciudad pudo Imaginar mujeres que vestían de negro y lo abrazaban contra el pecho oloroso y grande. Imaginó un hotel, cuartos de hotel donde se hospedaba toda esa gente que llegó a la ciudad al entierro de su padre. Imaginó a las mujeres con la llave de la habitación en la mano, fastidiadas por el tacón alto, que lo invitaban a entrar mientras se daban un baño para quitarse del cuerpo el olor a muerto, a tierra húmeda, a raíces cortadas de un tajo.

Imaginó que se asomaba a la puerta del baño o que una de ellas lo llamó, creyó escuchar el agua corriendo; pudo ver una taza de baño limpia, brillante, olorosa a limpio, pudo ver la ropa negra de la mujer puesta sobre la tapa blanca del excusado blanco, creyó ver el sostén negro, el tirante del sostén abierto como aros de los lentes sin cristal, que guardan la forma en el aire, esa figura del hombro sin hombro de la mujer vestida de negro para acudir al entierro de su padre muerto.

La mujer con sostén negro bajo el vestido negro. Creyó ver sobre la tapa blanca los calzones negros con encajes negros, algún vello hirsuto enterrado entre los encajes negros, como el ataúd de su padre muerto y enterrado en el panteón de una ciudad donde llueve por las tardes y los tranvías suben la colina con pena y esfuerzo, entre resoplidos para llegar al final a la cima desde donde se puede ver el mar limpio y dilatado que se extiende entre instalaciones portuarias
Las paredes de la habitación limpias, de blanco recién pintado.

Todo esto imaginaba la noche del velorio de su padre y claramente escuchó hasta las sillas que le servían de improvisada cama la voz de la mujer que se levantó alegremente sobre el sonido del chorro de agua:

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