César Rito Salinas
Cotidianidad
Aquel joven interrumpió sus pasos, se acercó a mi mesa y dijo: “Me gusta leer historias cortas”. Frente a mi estaba un chico de mediana estatura, cabellos cortados y una bandeja del servicio sostenida en la palma de su mano derecha. “Me corto el cabello así desde mis años en el ejército”. Luego se marchó no sin antes comentar: “Un día de estos le compro un libro; hoy está pobre la propina”. Llamaron su atención otras voces que exigían servicio en el café. Me reuní con Gil, el amigo con el que comparto mesa. Invitó un café. Llegó a preguntar qué se ofrecía el mesero con el pelo cortado a rape. Pregunté por su nombre: Eduardo, dijo. En un libro escribí una dedicatoria. Lo llamé. Llegó, diligente: ¿Qué se ofrece?, preguntó. Nada –respondí-, te regalo un libro. Comenté a mi amigo Gil: es preferible que lea a que se emborrache. Mi amigo Gil respondió: Es preferible que lea y que se emborrache, así duele menos la existencia.
Marimbero
Como Tito Puente. Pasa un marimbero junto a mi mesa del café con su instrumento al hombro. Como Cachao, en aquel Miami de bodas griegas y sobrevivencia. Este marimbero trae la música por dentro. Chaparro, prieto y cabrón. Marimbero de la calle: sin Dios y sin Diablo, sin rumbo, sin brújula y sin baile que lo ampare, que lo socorra para descargar su música, su arte mayor. Todo el esfuerzo del día, cargar esa disposición singular de maderas que van ordenadas como trampas de cazador para atrapar la música que vuela libre en el aire, entre la luz del sol del mediodía. Al marimbero se le va la vida en darle de comer música a las palomas, solventar con su cariño de huérfano el crecimiento de los árboles, esos viejos laureles, proteger el cabeceo somnoliento de los abuelos que llegan al parque a tomar el sol; en hacer germinar con paciencia de alcahuete los besos de los jóvenes enamorados que se adentran en el jardín para poder extraviar sin que nadie los vea la palma de una mano en un seno firme y que crece; una cintura breve. Todo este perlarse la frente con sudor para regresar a casa entrada la noche ya con unas cuantas monedas en los bolsillos: y el trarararará de una melodía de otro tiempo que no abandona ni su cuerpo ni su alma.
Otros tiempos
Un poema en medio de tanta gente. Un poema entre la gente como la mirada de una criatura perdida entre las voces de los ebrios en un sitio de mala muerte. El poema pasó junto a las mesas del café con su andar de paloma esquiva a medio atrio de la catedral. El poema/paloma camina. Nadie lo distingue perdido en las voces de tanta gente. Su andar es como de ebrio sin cantina agobiado por la abstinencia. Los gritos de la gente suben de intensidad junto al poema y el poema, tierno él en toda su persona, se obstina en permanecer junto a la gente. Permanece así, en su malograda presencia. Apenas sobre sus patas de paloma huraña. A duras penas llega a la sombra de un viejo laurel. El poema. Sobreviviente de mil voces. La gente pasa con prisas de comercio o de agente inmobiliario con mirada de elefante. Llevan el tiempo contado. Andan por el mundo como sindicalistas que salen a la calle a gritar consignas contra el gobierno, el patrón. Tiempo de la protesta, de la arenga. Tiempo de batallas. Nadie mira al poema que padece a mitad de la calle. La gente pasa junto a su persona, portan cámaras fotográficas que penden del cuello como la soga del ahorcado. Nadie lo mira. Llevan un andar de ciegos o elefantes, absoluto. Caminar de migrante, orondo. El poema permanece con el rostro cubierto de polvo para que nadie lo vea. Como billete de 200 pesos perdido en el piso sin que nadie se detenga y lo levante, lo meta en la cartera y siga con su camino.