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sábado, septiembre 7, 2024

Faulkner vuelve a la Colonia Mártires

Reportajes

César Rito Salinas

En estas tierras, donde estamos tan alejados de toda verdad , a quien nos traiga un poco de ella le estamos agradecidos de por vida. No está para saberlo, pero el calor insoportable me indica contarle a usted esta historia.

_ Leer no sirve para nada – dijo la mujer-, pero resulta efectivo en algunas tardes para que no te robe la cabeza el tiempo o la tristeza o la esperanza.

Aquí impera la lepra, a este espacio hay que entrar con guantes y gorro de quirófano: con tapabocas y bata. El escenario es hermoso: un jardín construido en el siglo XIX resguardado por cuatro leones dorados en sus esquinas. Como todo escenario, es irreal, una mentira para pescar pendejos y mirones y a todo aquel que se deje o descuide. Este no es un sitio para los jóvenes, aunque se les vea por los andadores por decenas: niñas de pecho duro, pezón erguido por el aire o por la regla; niños preñados de acné en el rostro y con ojos audaces caza escotes generosos o pantalones de mujer que traslucen diminutos calzones.
Este es el territorio de gitanos o bandidos, de hombres que subsisten de hacer daño a otros hombres. Aquí impera el polvo y la mugre, polvo y mugre culta que se esparce desde los montones de libros que se apilan sin recato a la luz del sol. Los que trafican con esta mercancía insana son hombres y mujeres de cuerpo verde y ojos amarillos: de manos cundidas de vitíligo y sarna; micosis. Hombres de habla dulce que andan por los pueblos del país con su comercio de basura, auténticos paqueteros de feria: mujeres listas que le dicen al primer incauto el nombre del autor de moda de hace 50 años: esa edición de Faulkner ya no la encuentra en ningún lado, señor: ese gringo es el que inspiró nuestro realismo mágico, nuestro Rulfo; si no se lo lleva se va a arrepentir porque ya me lo pidieron en la mismísima Comala. Gente que miente si recato, que obtiene su comercio de sobornos a la autoridad municipal. Hombres que un día se marchan con su basura y se llevan a las mujeres jóvenes, a los niños; gente que se alía con la pendencia y el vicio y anda sembrando de peste la tierra.
Este lugar, cuando los libreros de viejo llegan, no es para alguien que aprecie su vida, hombre o mujer. Traer aquí a los viejos y ponerlos en contacto con el muladar culto es darles una patada en el fundillo para que de una vez se vayan a la tumba. Aunque el anciano ande en busca de las obras completas de Tolstoi o Chéjov, aunque la última voluntad del viejo sea leer la biografía de papá Hemingway. Nada, ninguna razón culta vale más que la vida misma. Este sitio es insano. No puede llegar aquí la abuela, aunque ande en busca de un misal o la Biblia del Rey Jacobo. La conservación de la vida humana está mucho antes que la razón del conocimiento del cielo y la tierra.
Allí brilla bajo el sol el cerro de libros viejos: tanto y tanto conocimiento impreso del hombre que llena el jardín con su olor nauseabundo. Allí está en los libros viejos la lepra que nos espera, el virus que infectará para siempre nuestros pulmones. Esta cosa apesta, será que el cúmulo de la sabiduría del hombre se pudre con el tiempo. Se espera, por el bien de ellos, que el olor no llegue a los niños que compran helados en la paletería Popeye. Pobres criaturas, se volverán tiñosas a tan temprana edad. El apeste que sale del cerro de libros tirados al sol viene de esas ediciones viejas en hojas de papel cebolla donde Aguilar imprimió las obras completas de Dostoievski desde el principio del mundo; las obras que Gallimard imprimió de Iván Bunin o de Platonov y Mandelstam.
Los vendedores de libros viejos traen ediciones que datan del tiempo en que la imprenta llegó al continente y que vienen de mano en mano de delincuentes, porque esta gente trata con el hampa que atraca iglesias y bibliotecas públicas o particulares. Del montón de mierda recuperé un día el Martin Dressler, de Steven Millhauser, en editorial Andrés Bello, libro que cambió mi vida y que no había podido localizar ni en la librería del viejo Ventura.
Pero así son las cosas de la mierda sideral: uno nunca sabe cuándo podrá localizar los libros que más anhelamos, aquellos que leyeron nuestros abuelos y padres, claro: aunque no seamos Octavio Paz y su abuelo Ireneo, o lo que es igual: aunque nuestros padres hayan sido unos analfabetas enclavados en un pueblo miserable donde los policías de la comandancia municipal abrían las puertas de la biblioteca pública para sacar los tomos de los cuentos completos de Gogol, impresos en fino papel de lino, y se limpiaran el culo con las hojas de aquellas ediciones. Así se dice: siempre será el mismo final para una hoja impresa: limpiar el culo del hombre, trátese de la edición de que se trate y del autor, encumbrado o no de que se trate.
Por eso hay que tenerle algunas consideraciones a esta bola de saltimbanquis que año con año llegan a la ciudad, en el mes de mayo, cuando los calores revientan la testa de los cristianos y se atreven a instalarse a medio patio del jardín con sus toldos de colores encendidos que en ocasiones se los lleva el viento fuerte que atraviesa el llano y anticipa las lluvias.
Porque estos trashumantes no son gente de pagar hotel o estancia donde descansar y lavar sus cuerpos, no: son bestias de monte que se pegan a su mercancía por las noches entre tanto papel pestilente y alcoholes y encuentran cobijo. Mujeres y hombres auténticos pata de perro que no se acostumbran ni se acostumbrarán jamás a dormir en blanda y limpia cama. Hombres y mujeres que no les interesa llegar a viejos para ver crecer a sus nietos. Gente que anda con lo puesto y hace las necesidades del cuerpo donde puede, allí: junto al cerro de libros que salpican con sus meados y provoca que con el calor la pestilencia del ambiente se levante aún más, y que llegue hasta el atrio de la iglesia de nuestra señora de Guadalupe. Cuando llega mayo pareciera que los leones de yeso impermeabilizado que resguardan las cuatro esquinas del jardín se ilusionaran con la llegada de los vendedores de libros viejos y movieran su larga cola y la melena enmarañada.
Así son estos amos del mercado de pulgas del conocimiento: donde llegan hacen amistades, hasta con leones dorados, y van platicando y haciendo su vida por todas las plazas y parques de la república.
Esta gente le cae bien hasta a las estatuas.
Cuando ellos llegan el jardín de nuestros próceres deja de ser el escenario de celebración de las grandes batallas perdidas. Los hombres llegan, hacen bajar las cajas donde transportan la basura culta y se instalan. En alguna ocasión una autoridad municipal despistada se atrevió a cortar el listón inaugural y a realizar un recorrido por la feria. Ni bien terminaba de despedirse cuando sintió en la mano la mordedura de una pulga. Salió despavorido a lavarse el cuerpo con alcohol. Pero a través de los que hacen el comercio de la mierda culta es la única forma de que nos llegue el conocimiento del mundo a estas tierras de ausencia y desprestigio, pobreza y esperanza.
Para nosotros realmente la letra con sangre entra, porque tenemos que llevar a nuestras sencillas casas esta mugre culta con todo y sus chinches y piojos, ladillas y vaya usted a saber qué otras cosas más que se instalan en nuestra casa y nuestra vida y son más difíciles de erradicar que la humedad en las paredes o la diabetes en la sangre. Pero se les espera a los locos cada mayo. Se les espera primero para ver si ya bajaron el precio de aquella edición de Aguilar en octavo menor que tanto deseamos un día. Se les espera también porque entre la bola de viejos pobres que asistimos a la feria podremos lucirnos con alguna jovencita despistada que no sepa qué libro elegir entre el gargajo culto, y resultar su Virgilio en este infierno de porquería y, por qué no, llevarla a leer esa infección a nuestra cama.
Así ha caído en mis garras más de una ilusa que esperó un día que el leer la sacaría de pobre. Infelices, no saben que en esta república el leer no guarda ninguna relación directa con el dinero, sino con el corazón. Y en las mujeres, lo sabemos, los asuntos del corazón las llevan a terminar de putas. Pero allí las tienen recorriendo mesa y mesa de porquería, con la mano en la nariz y detenidas de asombro ante tanto y tanto conocimiento humano.
El que llega hasta el jardín del apeste culto sabe por qué viene. Algunos estudiantes de medicina pretenden encontrar bienestar a sus males del bolsillo y algo sobre el arte del saber de Galeno y rebuscan entre la mugre con la ilusión de encontrar el tomo justo que los lleve a solventar la asignatura de anatomía. Por allí encontré un día que estaba buscando la muerte entre la mugre culta los Aforismos de Hipócrates en edición de Premia, en su colección La nave de los locos. El hombre que atendía el puesto de libros me miró con conmiseración y me aseguró, en plan de amigos, que esa edición era falsa, como todo lo escrito acreditado al sabio Hipócrates, pero principalmente la Sección Séptima que estaba plagada de apócrifos. Ese hombre observó en mi rostro el deseo de sanación y me obsequió el volumen pestilente no sin antes soltarme un total, hay gente que encuentra la cura a sus males hasta en las mentiras. Desde entonces llevo en el alma una palabra de Hipócrates, depleción.
Estos vendedores de basura culta bien saben de enfermedades y curas del alma. Recorren durante el año plazas y sitios, campos y jardines de los poblados de la república llevando su apeste y saber a cuestas. A los sitios a los que llegan los siguen sus cajas de cartón con libros humedecidos, llenos de moho. La dirección a la que sus gentes envían la carga es siempre la misma: ocurre, feria del libro y el nombre de la población.
La gente pobre de estas tierras se acostumbró tanto a la presencia sarnosa de los vendedores de libros de viejo que le exigieron a las autoridades municipales que los hicieran venir no una sino dos veces por año, para que trajeran ese material que se cae a pedazos de viejo, los libros, que tanto les ayuda a sobrellevar el dolor del alma que les agobia. Este terco proceder, acudir a comprar la basura culta, ya lo adquirieron las nuevas generaciones y se puede ver a jóvenes enamorados dándose besos a la sombra de los cerros de la mierda ilustrada.
No tardarán estas jóvenes parejas en procrear hijos a quienes llevarán al mercado de la porquería para que la infeliz criatura se lleve a la boca un volumen impregnado de lepra. De esta forma adquirirá el pequeño el vicio de sorber todo lo que se pueda sorber de la mierda culta. Los libreros perversos permiten que los enamorados se escapen entre los pasillos de los libros. Para ellos es un placer imaginar con toda claridad la escena cuando el hombre que no se siente observado le mete la mano a la mujer entre las piernas. Algunas parejas encuentran un placer extraordinario en estrechar sus cuerpos tras la estiba de libros pestilentes, sabiendo que a escasa distancia la gente camina y toca los volúmenes del conocimiento, tantea el contenido de sus bolsillos o se calza los anteojos de leer.
La mujer, que permite que los dedos de la mano del hombre lleguen hasta su sexo tras una pila de libros viejos, no es loca, es calculadora; sabe hacer enloquecer a su hombre. El librero, al verlos salir del rincón oscuro, sonreirá con una mueca en el rostro, como un auténtico pirómano suelto entre tantas hojas de papel secas, pervertido.
Este jardín enorme donde se instala la putrefacción culta se encuentra alejado del centro de la ciudad donde la gente bien nacida no puede llegar a percibir el olor nauseabundo que despiden los libros.

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