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jueves, septiembre 19, 2024

Hemingway en Juchitán

Reportajes

César Rito Salinas

En aquel 2006, el año de las movilizaciones populares que convulsionaron a Oaxaca, Carlos López publicó en editorial Praxis su libro Decálogos, mandamientos, credos, consejos y preceptos para oficiantes de la escritura. La publicación pasó por alto para críticos y especialistas. Ahí reproduce El arte de escribir, de Ernest Hemingway, en versión de H. Alcina Thevenet, Tinta Seca, 64, Cuernavaca, Morelos, México, mar-abr, 2004. Hoy que regreso a Juchitán recuerdo partes del decálogo de Hemingway.

  1. Toda mi vida he mirado a las palabras como si las viera por primera vez.
    Para cuando ella dijo no hagas que me venga yo andaba contando chivos como recurso infalible para retener la eyaculación. Fue aquella tarde en la cantina de César Foro, que no se llamaba así sino César Nieves, el hombre del Chevi que en un tiempo fue rojo y nuevo, con un lunar en la comisura izquierda de su boca. Entre las hojas del limonar corría el viento fuerte de la tarde. Las mujeres del mercado ya vendían tamales de elote para la cena. La voz de César Nieves llegaba claramente hasta las sábanas puercas. “Se están robando el mango”, fue lo último que escuchó del exterior ella antes de poner su cuerpo lejos de ella misma. Más allá de los chivos y de los campos de labranza, más allá del cerro y del río donde todos los días bañaba su cuerpo. Más allá del sol que se esconde tras los montes. Sobre la cama de patas voladoras dos cuerpos morenos, entrelazados, transpiraban.
    Ella entró a la cantina de César Foro a vender mango verde que fue a cortar su marido a los terrenos de regadío. Yo bebía cerveza mientras se hablaba de política y periodismo en la mesa oscurecida de moscas. “No me gusta venirme porque luego le doy de mamar a mi hijo y caga verde”, dijo ella. O así.
  2. La virtud más esencial de un buen escritor es un detector natural, a prueba de golpes, para detectar la mierda. Ése es el radar del escritor y todos los grandes lo han tenido.

César Foro instaló en medio del patio de su casa una cantina. Pegado al limonar se dispusieron las mesas. Los cartones de cerveza se fueron apilando junto a la toma de agua. Aquellos segmentos desiguales del piso se limpiaron para recibir a la posible clientela. En el corredor del patio, bajo la tejavana, permanecía como hace mucho tiempo la imprenta del periódico El Chivo que un día embargó Hacienda. El patio amplio, el zaguán y un cuarto sin ventanas era territorio propicio para iniciar comercio de cerveza y mujeres. Limón y sal. Se podía hablar de política, de beisbol y de los tiempos idos de la abundancia cuando se amarraba a los perros con longaniza. Por ahí pasaban mujeres con el canasto en la cabeza lleno de bolsas de mango verde, pepinos, jícama. Con limón y sal picante. Huevos de tortuga, lisa oreada, tamales de iguana o elotes cocidos. Hasta la cantina de César Foro llegaba también el sonido de las voces de las mujeres que vendían en el mercado. Mujeres que insultaban a sus hijos, a los perros y llamaban a gritos a los clientes o a su hombre.

  1. _ ¿Cuál es la mejor preparación inicial para un escritor? _ Una infancia infeliz.

Cuando la mujer preguntó: ¿Estás ganando o estás perdiendo? la mañana ya no estaba ahí. El viento caliente del mediodía le golpeó la cara, agitó sus ensortijados cabellos. Para él también la mañana ya no estaba ahí: era el recuerdo del regalo otorgado por su padre en día de cumpleaños: un auto patrulla con ulular de sirenas y luz azul y roja que se encendían con el milagro de las pilas. Pero de eso ya había pasado algún tiempo. Ahora los coches que se regalan a los niños ya no usan pilas. Esta sería una cena de Navidad más sin su compañía. Otra más en que la silla de la cabecera de la mesa estaría ausente, vacía. Una Navidad más de alegrías falsas. ¿Estás ganando o estás perdiendo?, repitió su pregunta la mujer cuando el canto de los pájaros era ya un recuerdo débil en su memoria y el trago navegaba libre por sus entrañas; aquí, en la cantina de César Foro.

  1. Dostoievski fue creado cuando lo enviaron a Siberia. Los escritores quedan forjados por la injusticia, tal como se forja una espada.

Aquella mujer activa la lengua del fuego. La madrugada entera trató esta mujer de encender la lumbre. Para cuando golpearon el patio los primeros rayos del sol, junto al canto del gallo, conversaron las llamas. La cal cruda realizó el milagro que alimenta a los hombres. Cuando pasaron los primeros camiones, la fila de las tortillas ya era larga. Esta mujer, llamémosla Antonia, Toña, soluciona las necesidades de su vida, comprar frijoles, lavar la ropa, desde la mirada de la lumbre. Todas las madrugadas la despierta esa mirada. Se incorpora del camastro, junta la basura del día anterior y enciende el fuego. Así todos los días, desde la niñez. Así sus hijos conocieron este mundo. Así llegaron dolores y calambres a los que nunca obedeció. Llegaron los hombres de sus noches, su coger de prisa porque el cuerpo ya se cae de cansancio: la preñez y la parida de sus crías. Llegaron la lluvia y el tiempo de sol, el frío de Muertos. Navidades y Año Nuevo, la lumbre seguía mirándola desde una distancia que calentaba su cuerpo. El trabajo nunca termina porque la gente nunca dejará de comer, pueden pasar días difíciles, sin rumbo, como borrachos sin destino, pero la gente siempre comerá, pensaba aquella tarde en que decidió ir a vender mango verde con sal y limón a la cantina de César Foro. Todos los días se abre el negocio. El trabajo de esta mujer nunca termina. Para la noche Toña calienta en los rescoldos el café y sus tortillas mientras da de mamar a su hijo y llega sin previo aviso el sueño al cuerpo.

  1. El éxito que yo pueda haber tenido se debe a que he escrito sobre lo que conozco.
    Para nuestra juventud sólo existieron cañas largas por donde sorbimos refrescos embotellados y agua fresca, de frutas. Por ese tiempo de soledades y salinas expendía bebidas Don Benito, en un local que todos llamaban “El Popo”, en la esquina sur del mercado Venustiano Carraza. El lugar levantado con tablas recibía a toda aquella juventud hoy lejana. En unas mesas se discutía de amores, fiestas, mujeres. En otra, una pareja, descarados, se tomaban de la mano. Campeaba el uniforme escolar. En la esquina del establecimiento un niño garabateaba el tiempo en libretas escolares. El mismo viento era otro, menos mortal y más llenador de vida: viento fuerte de la adolescencia que nos gritaba a los oídos para que nos largáramos de esa tierra insalubre. Enfrente corría la calle principal con sus taxis y camiones del servicio urbano. Pasó el tiempo sobre las hojas de la libreta de apuntes. Atrás quedaron los uniformes escolares y la novia de manita sudada. Hoy somos los beneficiarios del avance de la ciencia y la tecnología. Los rígidos popotes con los que nos servían la bebida en “El Popo”, son ahora de tamaño ajustable a la medida del usuario. Así nadie inclina la cabeza impropiamente para beber su refresco. Cosas del avance de la ciencia y la tecnología. Quién diría que aquel viento fuerte que gritaba en nuestros oídos que nos largáramos de la tierra donde nacieron nuestros padres nos traería hasta esta esquina del mundo, donde hoy esperamos el final de la vida cargados de falsos recuerdos de la adolescencia.
  2. Ezra Pound fue el hombre que me enseñó a desconfiar de los adjetivos, tal como después aprendí a desconfiar de cierta gente en ciertas situaciones.
    En la esquina de la calle está la banca sola. Junto a ella, la banca, pasan mujeres que conducen autos lujosos. Mujeres que llevan el signo de pesos pegado al párpado. Ellas lucen bellas con las pestañas largas y negras, rizadas, que enmarcan los ojos enormes. Ojo de águila, recordé el dicho de mi padre. A esta banca nadie la mira. Todos llevan prisa. La calle se llena de jóvenes que laboran en expendios de comida rápida, en tiendas de abarrotes o en locales donde se venden muebles rústicos. Llevan en el rostro una sonrisa permanente, como si estuviera pegada a su cara, pero con la cabeza puesta en otra parte: en una cuenta impagable, en aquellas zapatillas blancas, un perfume; la blusa de tirantes. La banca permanece desocupada, invisible ante la prisa de la gente, mientras avanzan las manecillas del día.
  3. El periodismo no hará ningún daño a un escritor joven y podrá ayudarlo si consigue salir de allí a tiempo.
    Estas no son horas para incorporarse de la cama a escribir una columna literaria: a las tres de la mañana es momento de agarrar el oso de peluche, ponerlo entre las piernas o el pecho y dejarse llevar por el cansancio hasta donde el sueño te lleve. Es momento de escuchar la lluvia que cae y enamora a la ventana, pensar que uno es feliz, ser feliz, y dormir: como si a nadie y a nada debiéramos algo.
    Pero aquí me tienes, maestra vida, sentado frente a la máquina de escribir, buscando palabras en este amanecer. Algo tendrán estas palabras que logran interrumpir mi sueño: como insectos, como jauría de perros, como un mal sueño que hacen que me incorpore de la cama y salga a fijarlas en la máquina.
    Uno acepta su destino de insomne: agarra la máquina y busca en la cabeza las palabras que van saliendo y forman la parrafada que después entregará en el periódico para que alguien las lea. O tal vez para que nadie las lea, para que el lector diga: otra vez lo mismo, y pase a la siguiente página.
    Esto me parece de suma importancia: escribir para nadie. Incorporarse del sueño y escribir para nadie: para los grillos de la madrugada, para los pájaros que vendrán algunas horas después, para el ropero silente.
    Aquí es donde se baja de la nube en que andaba el que escribe, aquí es donde las palabras que uno acomoda en el párrafo demuestran su calidad y su potencia. Calidad y potencia que se demuestra en un primer momento en que logran arrebatar del sueño, del descanso, al mortal que escribe: si esas palabras no lograran siquiera hacer incorporar de su cama a un hombre, entonces serían palabras sin sonido, palabras que duermen y no hacen despertar a nadie.
    Pero aquí están las palabras insomnes, las comas y los puntos saltarines como chinches, como piojos, como la mismísima sarna. Palabras sarna que provocan que la piel coma y pique y se aleje el sueño.
    Palabras para nadie, para el aire de la madrugada y el ladrido de los perros, allá en la calle. Mañana, cuando mi familia despierte, al ver la máquina descubierta mis hijos dirán: otra vez te levantaste a escribir tu columna, papá. Ellos se preocupan con este sonambulismo mío. Temen que una madrugada de estas me incorpore de la cama y salga a la calle.
    Esto de la columna ya los tiene hartos, creo. En los días de mi infancia fue la lectura de libros: hijo, duerme porque si no acabarás ciego o loco, decía mi madre. Me tenía que ir a la cama y fingir que dormía mientras se posaban en mi cabeza cientos de palabras.
    Fueron en esos días de la niñez cuando inicié con esto de escribir para nadie: digo que escribir para nadie porque no me levantaba a buscar la máquina, solo dejaba correr las palabras en mi cabeza y fingir que dormía. Las palabras salían, se marchaban, armaban párrafos que nunca llegaban a ninguna hoja, a ningún periódico, a nadie.
    Y escribir para nadie se hace vicio, costumbre insana, placer inconfesable: escribir para nadie es como tener un sueño y despertar en la mañana para no contárselo a nadie.
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