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miércoles, septiembre 18, 2024

Historia de una máscara

Reportajes

a Antonio R. Altamirano, entre andamios y garruchas. 

«No, no te la puedo comprar» dijo mi padre «vale diez pesos, no me alcanza». Eran los años sesenta, a finales; recuerdo que mi recreo eran veinte centavos diarios, un peso para toda la semana; mi padre si acaso ganaba treinta pesos al día. Yo pasaba por la tienda de abarrotes y me quedaba un buen rato a contemplar aquel objeto azul y lustroso, ejercía sobre mí una especie de encantamiento que subordinaba otro misterio. 

Ingrata máscara, ingrata vida, cómo curar el alma de un niño, si siente que lo pierde todo cuando no está dentro de sus posibilidades lucir la prenda de sus anhelos. Pero, así como ahora, es cosa de esperar, y un buen día la máscara de Blue Demon, no sé si por efectos de la depreciación o simplemente por la aparición de modelos patitos, se puso al alcance de mis posibilidades. 

Corrí como loco a buscar a mi padre para compartirle la buena nueva: «es la única le dije, ya no hay más». Desde un andamio altísimo me preguntó: «¿Y cuánto cuesta?», «tres, tres pesos» grité, haciendo bocina con las manos. Uno a uno fueron cayendo desde lo alto los tres mejores pesos que la vida me ha dado, y corrí cual gamo a obtener la máscara. Me la coloqué como en un rito de iniciación y, según cuenta mi madre, no me la quería quitar ni para ir a desahogar la tripa. 

Mucho tiempo después, la sabrosa arrechura de la juventud hizo que yo buscara mujer. La llevé a la casa. Mi padre asintió entre alegre y preocupado diciendo: «¿Era la única, ya no había más?»; yo, sintiendo que en el pecho me crecía una magnolia, le contesté: «Así es padre, es la única, no hay otra igual».

Fernando Amaya

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