César Rito Salinas
La idea de que el estado manipula
al azar y tiende a convertir en determinación
aquello que puede ser considerado arbitrario.
Ricardo Piglia, Teoría del complot
Mantengo el recuerdo de la casa vieja, de adobe y tejavana; la llegué a ver una tarde con aguacero.
Enumero los componentes del recuerdo como quien intenta rearmar su propio sueño, recuerdo un horno de pan, las palanganas de barro quemado donde hacían relleno –cerdo al horno relleno con papas; guisado de res, la comida de la fiesta patronal.
Ellas se dedicaban al comercio, quiero pensar que desde pequeñas. Debajo de la carretera internacional se levantó el mercado del barrio; el tren carguero que iba a Puerto México se detenía en Santa María y la gente que iba de viaje compraba cosas para poder alimentarse en el largo trayecto transoceánico; todo esto sí lo recuerdo, lo llegué a ver en la infancia.
Creo escuchar el gran río analfabeta que nutrió la sangre de mi abuela, las tías, mi madre; el abuelo –hasta mi persona aún llega su retumbo de agua agitada que exige víctimas, embravecida. De las tres hermanas ninguna aprendió a leer “porque las escriben hacen cartas al novio”, decía Donaciano, el abuelo cruel.
Facunda fue la intermedia de las tres hermanas, cuidaba a Hilaria, que padecía una herida en la pierna. Junto al patio había un limonero que limitaba con el camino que se abría en una i griega: uno, hacia el puerto pesquero, las salinas del Marqués; otro, hacia el rumbo del panteón, los terrenos de labranza que se levantaban en las afueras del pueblo. Hilaria fue una mujer blanca, cabello ensortijado, bella. Casó con Donaciano, hombre sencillo, levantaron casa cerca de los límites del barrio Santa María -todavía sin construir la carretera panamericana Cristóbal Colón.
La y se abría al pie del cerro, junto al arroyo Basaguya; a las faldas hacían carbón, la tierra roja ennegrecida. Santa María colinda con Atotonilco y Lieza, el sitio del cerro de cal. Quiero pensar, no lo recuerdo, intento armar en mis recuerdos la infancia de las tres hermanas -mis recuerdos arrancan un primero de enero, junto al mar de La Ventosa, en mi infancia. Toda memoria se construye inventada porque la cargamos de nuestros sentimientos y de lecturas cargadas de atmósferas.
Quiero pensar, también, que de Santa María salió la primera migración de obreros del petróleo, aquella que llegó a Minatitlán, Agua Dulce, en Veracruz. En mi niñez llegué a ver a esa gente que volvía al barrio en fiestas de Asunción de María, en agosto.
¿Pero dónde entra Hilaria? Intuyo que el viejo horno de barro que observé en mi infancia, una ruina ya, tenía una propietaria, que esa mujer se dedicaba a las labores de la cocina, horneaba pan; comida, era Hilaria. Que sus hijas salían a vender lo que producían sus manos, en mi cabeza las veo con la palangana en la cabeza, las enaguas agitadas por el viento de la tarde junto al camino –con la mano derecha sostenían en lo alto la palangana, con la izquierda protegían el rostro del viento fuerte. Intento ver a Hilaria una madrugada, entre palas de madera y palanganas de barro cubriendo la comida con pliegos de papel de estraza antes de introducirlas en la boca del fuego. Puedo ver a Donaciano alimentando el horno con leña que trajo de la majada.
Mi tía Elena fue bella, cara redonda, morena de cabellos oscuros. Facunda era clarita –puedo verla en una fotografía, no invento su imagen, la fotografía existe, ella vestida de fiesta con traje regional rodeada de sus dos pequeños hijos; Carmen, la menor, era de un carácter terrible, la consentida de su padre, acudí a su velorio.
Hilaria, la mujer blanca, murió anciana, de gangrena. Padeció diabetes, pero nunca se enteró. Una tarde regresó del mercado con una roncha en la pierna izquierda, no le dio importancia, horneó pan; mi madre me contó que cuidó a su madre, en las tardes se hacía un espacio entre su mucho quehacer –mi madre lavaba las ropas de su padre, salía a vender comida con los vecinos-; ponía la lumbre, hervía con sal las hojas de hierba santa; con esperanza lavaba la herida que no cerraba. Así murió Hilaria, de gangrena. Facunda sólo pudo contarme la historia de la abuela Hilaria, la enfermedad, como resumen de su juventud; no encontró más que contar el amor a su madre como única forma de protegerme contra la desgracia.