Fer Amaya
Aún pudo distinguir el rictus morboso de su cara antes de caer fulminado. En ese extraño gesto lo vio degustando un café junto a sus hijos y besando la frente de su madre antes de ir a descansar. Ese antes improbable hizo difícil comprender los motivos que movieron a aquel sujeto para propinarle, justo en la frente, el balazo que lo haría cruzar la línea entre el murmullo temporal y el silencio definitivo. Porque para todos, incluso para su victimario, eso es la vida, un ajetreo de tiempo escaso, y la muerte, efectivamente, un eterno espacio de mudez insólita, desconocido e impredecible.
Ese fue su hallazgo y se desvaneció con el último instante que le permitió la conciencia. No obstante, distinguió, en aquella penumbra furtiva, el perfil del hombre recibiendo un fajo de billetes sellado a papel pegoste, con un número identificable en la cinta: $ 5000.00. Supo que aquello había costado su vida, como si se tratara de una imprecación salida de unos labios abultados por la carcoma del odio. En un parpadeo vio la efigie de su ejecutor llevando un niño de la mano, el pequeño portaba una de esas mochilas clásicas, las que muchas veces están sobradas de espacio y se corrugan sobre la espalda de quien las porta. En otro momento lo vio compartiendo la vida con su familia y, al final de esa milésima de tiempo, se percató que había tomado un trasto para vaciar una porción de croquetas de las que un perro chaparro y lanudo dio cuenta en un lapso inestimable.
Más en el gesto conclusivo no divisó un atisbo de odio o la brasa al rojo vivo de algún rencor, sólo aquella tumefacta rencilla de morbo que, al final, proyectó la imagen diluida de una mujer disimulada en los flujos viperinos de su entraña desarraigada y venenosa. Entonces supo que la jerarquía de la muerte en los seres abyectos terminaba por ser más importante que el rango de la vida, así se tratara de individuos vinculados por la misma sangre o por el mismo orden civil. Supo algo más terrible, en aquella venganza el no tenía que ver nada, pues la urdió la mano artera de quien sí tenía que ver con la pérdida lamentada y con los propósitos del ajuste de cuentas.
Pensó aún para sus adentros que el odio no sólo contamina la entraña, sino que también lo hace con el espíritu, envenenando, y hasta desahuciando a quienes lo consienten en el tuétano de algo que pervierte los sentimientos y el pensamiento. Supo también que de poco servía escudriñar aquella pausa imprevista, pues la experiencia humana está hecha muchas veces de maldades y de justificaciones, salvo excepciones que en este caso no son materia de reflexión. Pues notaba, ya sin opción para preocuparse, que aquel veneno iba a contaminar el mundo y la vida de muchos, pues hay a quienes no les importa pisar la ciénaga del perjuro y la veleidad siempre que vean saciadas sus aspiraciones materiales que consideran más importantes que las espirituales. No obstante, aquella visión extrema, le dio la certeza de que sus ejecutores, tanto el físico como el intelectual, no iban a poder apartar de sus deudas pendientes el irremisible daño que le estaban causando, esta vez no sólo a él, sino a una comunidad de espíritus aún ligados a los compromisos esenciales de la humanidad: el respeto y el amor a la vida.
En este segmento minúsculo, se vio desplazándose a bordo de una vagoneta azul por los rumbos de un sitio a donde concurría, todas las mañanas, a propósito de convivir con muchos niños para acreditarlos en sus afanes de ser calificados como escolares sobresalientes, se miró abriendo el portón de la Escuela, para estacionar su auto al lado de otros, propiedad de sus compañeros de trabajo, se distinguió saliendo del carro para entrar al aula donde curiosas criaturas le hacían un gesto de bienvenida con sus ojitos coyuches, en el acto de tomar el borrador para limpiar el pizarrón se le esfumó esa parte de su experiencia de vida y en un pestañeo revivió los tiempos en que, junto con otros, pugnó por la igualdad y la justicia de forma desinteresada, sin requerir para sí ni emolumentos ni prebendas; en esa prisa, comprendió que su toma de posición frente a los hechos, en los que solo barbajanes sacaron partido de ese esfuerzo, no encajaba en los planes que lo incluían todo menos lo equitativo y justo; no hubo demora en comprenderlo y se abandonó al pulso de los estertores, como el venado que es alcanzado por el plomo que lo finiquita. Lo demás fue sentir el impacto en la frente, asumir la inesperada sorpresa con el valor que sobreviene una vez que entendemos la extrema gravedad del hecho que nos ha ocurrido precisamente a nosotros, y no a alguien distinto a nosotros. Una mano simple cerró el telón de su tiempo de vida, la sombra del sueño eterno dejó caer su velo sobre el rostro apenas demudado que fue su testimonio frente al mundo.
De lo demás ya no pudo dar cuenta pues lo demás ya no le competía, porque era el duelo para quien lo asume y era la culpa para quien, al igual que Caín, niega fehacientemente alguna cuota de responsabilidad.