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lunes, septiembre 16, 2024

Instrucciones para Oliveira: salva tu vida, huye

Reportajes


César Rito Salinas
Oliveira llegó a la mesa y soltó:
_ ¿Usted escribe? Bar Jardín a esa hora se encontraba vacío, la capitana de meseros como gesto de compromiso con las causas del patrón no perdía detalle de sus pupilos, rigurosa; yo andaba papando moscas, la mañana la había perdido en visitar amigos para dar el sable, estaba en las últimas y sin forma de conseguir recursos; al mediodía había recalado en el café, perdido, no tenía nada mejor que hacer. Las horas son duras para quien arda cargado de presupuestos, sueños. _ Intento escribir, desde la adolescencia, no me sale, quiero aprender, pero nadie me enseña –dijo Oliveira.
Lluvia y calor, calor y frío, los días de mayo se dejaron caer rudos sobre el valle donde se levanta la Verde Antequera; la maleta con rueditas soltó la canción de las despedidas, el hombre que la empujaba pasó junto a mi mesa con los pasos perdidos, desesperado –miraba al frente, sin verlo-, habían anunciado movilización magisterial para ese día, bloqueo de cruceros y terminal de camiones, el aeropuerto; las maletas tienen una forma especial de golpear el piso mientras se alejan, presurosas.
Hay días de horas sin esperanzas, cuando el calor baila en la calle, entre migajas.
_ Soy músico, en mis ratos libres amenizo fiestas, cumpleaños –dijo Oliveira. El calor creció al mediodía en la ciudad estrangulada por bloqueos viales; en el aire caliente flotó el olor a mezcal. _ De niño me fugué de mi pueblo, soy de los Mixes –dijo Oliveira.
_ ¿Allá llueve? –pregunté. _ Llueve y hace frío, tiembla –dijo Oliveira.
Me senté en Bar Jardín para hacer tiempo, no traía dinero, necesitaba pensar mi siguiente paso.
_ ¿Tomas? –pregunté. _ Un poquito –dijo Oliveira.
Una mesera pidió a Oliveira que espantara las palomas, que se peleaban sobre un plato de cacahuates; parecía que pronto llovería, pero el cielo estaba limpio.
_ Eso me falla, la bebida –dijo Oliveira. Como para justificar aquello de la bebida dijo que había logrado con su trabajo levantar una casa, allá por la colonia Moctezuma, a las faldas de Monte Albán, donde tenía a su familia; imaginé la colina de las piedras antiguas sembrada por viviendas de precaristas. _ Comencé desde cero, fui mozo chico; a ver cuándo nos visita -dijo Oliveira.
Desde las mesas de Bar Jardín se podía mirar, al fondo, el cielo azul de Oaxaca, cielo de zafiro como lo cantan los poetas; en abril de 1937 llegó Lowry, se hospedó en el Hotel Francia, frecuentó el Covadonga -en el mismo Portal de las Flores en que abre sus puertas Bar Jardín, en el local contiguo-, que fue convertido con el tiempo y los descalabros económicos en tienda de ropa, guayaberas y camisas finas, pantalones y trajes.
_ Un amigo me regaló en la mañana un poco de mezcal, apenas llevo dos copas –dijo Oliveira. Malcolm Lowry, hecho preso en la cárcel de Oaxaca por practicar vagancia y alcoholismo, dejó como testimonio de su estancia un poema; imagino al súbdito inglés, su figura errando por las calles de Oaxaca, perseguido por delirios y recuerdos de su viejo amor, sus lágrimas derramadas junto a las ruinas que dejó en la ciudad el sismo del 31, cuando la catedral y la cárcel, el palacio de gobierno fue lo único que se mantuvo en pie (cuando llegó Lowry también había pobreza y ruina), preso escribió En la cárcel de Oaxaca, poema que habla de la misericordia que existe entre los desesperados, “donde curan la sífilis con linimento de Sloan, y las bubas con otra pasada de lo mismo”; llegué a leer el poema hace muchos años, en traducción de Jaime García Terrés. _ ¿Quiere botanita? –dijo Oliveira.
En Bajo el volcán Lowry inventó un escritor y su realidad para dar noticias de un mundo violento y generoso, una tierra distante y aterradora como el mismo infierno; en este mismo Portal de las Flores abrió sus puertas el Covadonga, que frecuentó Lowry durante su estancia en estas tierras; en 2013, Ricardo Piglia, el autor de La forma inicial, participó en la feria del libro de Oaxaca, había estudiado la ruta de Lowry en el lejano 1970, venía a mirar con sus propios ojos la tierra infernal donde escribió el inglés.
En la mesa, mientras Oliveira espantaba a las palomas hambrientas, pude ver el desfile de los pordioseros: una indígena con la receta médica pegada al pecho, un hombre sin mano que supuraba por el muñón, un viejo trompetista, una joven egresada de Bellas Artes que tocaba el violín frente al cántaro de barro donde recibía monedas que arrojaban los transeúntes, cantantes de ranchero, flautistas, jóvenes raperos, acróbatas, campesinos que pedían dinero para volver a su tierra, payasos, húngaras de generoso escote que adivinan la suerte, políticos en desgracia que calentaban el asiento desde temprana hora de la mañana hasta entrada la tarde, en espera del llamado del gobernante.
_ Esta mañana mi hijo adolescente, me reclamó por la bebida –dijo Oliveiro. Agitó la franela, nervioso, sin dejar de mantener la distancia precisa entre mi mesa y la franela que movía en círculos amenazantes; tragué saliva, aquella conversación me resultó inesperada. _ ¿Un café? –dijo Oliveira.
Pasadas las dos de la tarde se ocuparon tres mesas; las meseras se hicieron las ocupadas para no dar servicio.
_ El día está mal, no hay propina, pero aguanto –dijo Oliveira. La capitana de meseros miraba las mesas con ojos de furia, enfundada en su coordinado azul dejaba ver la marca de la faja que le oprimía la cintura; los pantalones parecían salidos de una revista del siglo pasado, recargaba su peso en una sola pierna, como un maniquí. _ Quiero ser escritor, desde siempre –dijo Oliveira.
_ ¿Te gusta leer? _ Soy lector –dijo Oliveira.
Tres mesas adelante unos turistas pidieron la cuenta; entró la tarde, pero nadie la advirtió en aquel espacio de mesas vacías.
_ Me gusta trabajar, cuando descanso imagino cosas que se pueden escribir. De pronto, la gente que atravesaba el andador echó a correr, llegaron los gritos de la marcha magisterial. _ ¡Muera el mal gobierno!
Oliveira se acercó a la mesa.
_ No hacen nada, sólo arman la bulla para espantar al turismo –dijo Oliveira. El Portal de las Flores se vio lleno de gente con el rostro sudoroso, el gesto resentido; la administración impidió el acceso al baño. Terminada la marcha el café volvió a quedar vacío de clientes, de tan abandonado se podía distinguir el revolotear de las moscas, a lo lejos las meseras conversaban en grupo. _ ¿Cómo le hago para escribir?, entiendo que de un lugar salen ideas y letras, palabras ¿cómo escribo? –preguntó Oliveira.
El ambiente me hizo volver a la libreta de los apuntes; pensé en los años de ansiedad que pasé, en la adolescencia, en mi pueblo, en aquella vergüenza que tuve de hablar con alguien sobre mis sueños de ser escritor; pensé, también, en acercarme al 20 a buscar a los amigos que ya tendrían empinadas las cervezas.
_ Me tomo algunas copas en el trabajo, pocas, nomás para controlar el cuerpo –dijo Oliveira. El cielo estaba limpio de nubes, a mitad de la canícula. Oliveira puso en una de las bolsas de su guayabera blanca, su ropa de servicio, la hoja que recién le había entregado; vestido de paisano regresó para informarme. _ Habrá cambio de turno, ya es hora de la salida, yo le invito el café.
Cuando alcé la mirada estaba el cielo azul, busqué el poste y sus alambres de los que se habla el poema En la cárcel de Oaxaca, ya no estaban, sólo pude ver por un recuadro el mismo cielo de zafiro sobre el valle, alto y distante y al mismo tiempo próximo –ese azul que también llegó a ver Malcolm Lowry.

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