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viernes, noviembre 22, 2024

La escena que se comparte en la terminal de autobuses

Reportajes

César Rito Salinas

Así llegué aquella tarde a sentarme en la banca roja, hacía tiempo mientras llegaba la hora de la salida del autobús; de pronto descubrí que observar la vida desde lejos era buscar las característica que te muestran similitudes con la gente extraña, desconocida.
Exactamente frente a la terminal quedaban los cerros cargados de casas.
El sueño de los helicópteros reposa en la azotea de las casas.
La gente se agita entre el ruido de las patrullas junto a las intermitentes luces rojas y azules. En la azotea duerme el sueño del helicóptero tan apreciado por dictadores y tiranos sin un modo honesto de vivir. Todos queremos un día escapar de este mundo, trepar de un salto al blanco sueño del helicóptero y descender a una playa solitaria. Algo de tiranos o dictadores o de delincuentes o de mártires cabalga en lo más hondo de nuestra alma que anhelamos el sueño de los helicópteros.
Ella también llegó a sentarse a la banca roja. Pantalones cortos de mezclilla, blusa amarilla atada al cuello; zapatos de piso. Me miró metido entre la libreta y la pluma, con los ojos puestos en el cerro que crece y se acerca al valle, entrada la tarde, cargado de luces. Ella traía los cabellos atados a un chongo. En los cerros corría el viento repleto de lluvia, un aire sucio de polvo que rebota contra las casas que crecen entre el aire del aguacero.
Olía a lluvia.
La presencia de una araña. Intento mover los ojos para alejar el frío, el sueño, el final de fiesta. La mano sólo busca la puerta de salida del cansancio, la angustia; los pesares. La mano sólo quiere empujar las puertas batientes del bar. La araña, fugaz visión, aparece en el marco de la puerta. La mano desea el lapicero curvo. La araña trepa la puerta, ronda el marco de cedro, se deja ver. La mano busca el lapicero, el zapato, una silla. Encuentra el lapicero en la cresta del ventilador empolvado y garabatea en la libreta. Nunca más que ahora pesa el frío entre los huesos, los dedos. Regreso los ojos a la puerta y su marco de doméstico barniz. La araña, la muy piernas largas ya no se encuentra por ningún lado. No aparece. Desde el sillón alcanzo a leer un diminuto letrero que cuelga de manija de la puerta: Cerrado por fiestas de fin de año.
Ella puso su brazo sobre el respaldo de la banca roja y dejó ver su axila blanca, cargada de vellos con más de tres días sin depilar.
En mi rostro transpirado corría el aire de la lluvia.
El aire buscaba la selva, sólo encontró el sitio talado. Ella tría puesta una blusa amarilla con tirantes que terminaban en un nudo bajo la nuca. Una cabellera en chongo, la nuca peluda, las cejas espesas. El par de tetas sin sostén levantaban los pezones con el aire fresco que corría. El aguacero era inminente.
¿Desde qué edad me llega el sonido de la marimba? La primera mujer que mis ojos vieron bailar fue a mi madre. En medio de su trenza el globo azul atado a un peine. La enagua giraba al son de la marimba en la fiesta de agosto. Asunción de María. La marimba aparece en una esquina. El tiempo salta sobre el hombro de los músicos callejeros. Una mujer baila al ritmo de la marimba en el burdel del puerto. En la penumbra de la habitación crece el recuerdo de la música de la marimba. El olor rancio de la cerveza. Los cuerpos transpiran la alegría encerrados en un cuarto de burdel con música de marimba. El recuerdo de la marimba me llega desde el principio, como la arena del mar. La marimba es una mujer que me saluda mientras yo rebusco la escritura entre papeles arrugados.
El ruido motor de los autobuses que llegaban a la terminal llenó el espacio humedecido. Era el sonido de la derrota.
Un instante antes del aguacero el cuerpo transpirado pide a gritos que se termine el sopor. Crece la hora del perdedor sobre la banca roja, la transpiración, la mujer en pantalones cortos; los cerros deforestados, las casas que no terminaban de encajar en la ladera, los muros, la partida lejana. Las cejas espesas de la mujer con zapatos de pisos como los que usan las monjas cuando salen del convento vestidas con el hábito. Alcé la vista de la libreta, la lluvia enfrente caía profunda, oscura, ella hacía sonar unas monedas que traís en la mano derecha. Volvía a meter mis ojos en la libreta. La escena es esta: una banca roja de metal, con respaldo, una mujer en pantalones cortos, un hombre que transpira y desespera, el aire cargado de aguacero rompe sobre una ciudad con cerros deforestados.
Ella sabe que miro de reojo su axila sin afeitar, deja el brazo extendido para que yo vea todo lo que desee hasta que me harte. En la mano derecha juega con unas monedas. Ella se incorpora y camina hasta un triciclo que humea en el borde de la banqueta; compra un esquite. Regresa con pasos largos a la banca roja donde escribo en una libreta de papel reciclado. Huele a lluvia, aguacero; sal picante, maíz cocido untado con suficiente mayonesa (tumba, roza, quema). Levanto la mirada, ya no observo en los cerros erosionados las torres habitacionales ni el calor que brotaba humea de la avenida asfaltada.
Ella cruza la pierna, lleva pantalones cortos de mezclilla azul. Ella mueve la pierna como esa expresión que muestran algunas personas para combatir los estados de ansiedad y desesperación; introduce en su boca la cuchara blanca de plástico repleta con granos amarillos de maíz cocido untados con mayonesa. Ella pone su rostro frente al vaso repleto de granos de maíz.
En un momento se limpia los labios con el dorso de la mano derecha, voltea al sitio donde yo no le quito los ojos de encima de su pecho.

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