César Rito Salinas
Trece. La cifra. Mágica. El oxígeno trabaja en mi cerebro y hace que la ansiedad que me obligó a sentarme frente a la máquina descienda. Esto quiere decir que el impulso primero no me pertenece, como no me pertenece el espíritu del texto. Anda en el aire, es de todos. Entonces afloran, después del primer periodo de excitación, los dedazos, las confusiones al momento de escribir las letras. Armo, deshago, rearmo letras, palabras, sílabas, frases. Sonidos y significados. Soy el fierro viejo que anuncia su comercio por la calle.
Fierro viejo. Rearmo, junto, desarmo.
Como si mi escritura estuviera en la pequeña cabeza de la paloma que se inclina en el borde del perol a comer el alimento del perro.
Pero que esa porción de alimento ya fue consumida, por la paloma misma o por el perro o los gusanos negros que pululan entre las paredes y el jardín, y entonces sólo cae el picotazo sobre el peltre vacío.
Suena, peltre, oh, paloma.
Así mis dedos, esta escritura que golpea sin cesar el aire para construir las palabras. Y se confunde. Desconcertada. La palabra. Mis manos. Las letras. Todo se arma en una confusión como de guerra porque ahí está, no se marcha, el olor a pólvora.
Y las letras se entreveran, forman nuevas palabras, significados desconocidos que trepan a los muros y me observan como cuando se amanece con nuevo vecino.
Vuelvo a tomar aire.
En la casa de un vecino alguien hace la mezcla. ¿Por qué en lugar de ocuparme de los ruidos no me ocupo de esta escritura? Porque el que escribe es humano, mortal, sólo lo posee el impulso, que ni siquiera es suyo, sale quien sabe de dónde, el ánimo de exteriorizar el pensamiento, y mientras lo hace escucha todo lo que ocurre en su entorno.
El cuerpo y los sentidos intervienen en el momento de la escritura. Esto es, le da comezón la mejilla, se rasca, pero no tiene tiempo para perderlo en atender las demandas urgentes de su propio cuerpo, el argumento es la falta de tiempo, si pero el escozor en la mejilla derecha es superior al deseo de escribir o de golpear con los dedos índice de las manos el tablero de las palabras, de mover el aire enrarecido. Como paloma que picotea inútilmente. O como gota que se figa en el lavabo y golpea el albo piso del baño, así, esparciendo su transparencia, anegando el piso de blancos mosaicos.
Tengo tiempo, todo el mundo tiene tiempo suficiente para realizar su escritura. Así como hay tiempo para que se derrame el agua del lavabo.
En otro tiempo yo pasaba las horas frente a la máquina, una máquina blanca, portátil que me compró mi madre en la adolescencia, en espera de que llegaran las palabras y me habitaran y yo pudiera imprimirlas sobre las hojas blancas. Esta escritura romántica, inspirada nunca se concretó.
Durante mucho tiempo yo cargué libretas vacías, hojas en blanco en espera de que la inspiración hiciera fuego contra mi pecho. Nada pasó. La inspiración no me pelaba. De aquel tiempo no guardo nada, porque nada escribí, pasé días y días, años, sin escribir palabras. Perdí el tiempo. O gané el tiempo. Porque ahora, después de aquella triste experiencia, puedo ponerme tiempos de trabajo. Una hora o dos. Y cumplir con mi cuota de dos mil palabras, tres mil por jornada. Como lo hace cualquier peón de albañil. A destajo.
Así escribo, que es como escribir impulsado por un estado de ánimo mientras el olor a pólvora sale de la calle, atraviesa el patio y se instala en esta habitación en la que escribo. Por jornada. La letra fresca sale así, por jornada. Como ganarse el pan a golpe de marro. Como marino sobre cubierta en un medio adverso, el agua.
Como condenado a trabajos forzados (bien sé que estas imágenes son repetidas, pero líneas arriba advertí que esta escritura no es mía, que yo cuento con una mínima posibilidad de meter mi cuchara, intervenirla. Todavía espero el momento, lo cazo, mientras estoy al acecho del instante dejo que fluyan las letras de otros, lo manido, lo que ya se conoce. Y no llega el tiempo, nunca llega mi tiempo para intervenir la escritura)
Y vieran ustedes qué tan monas salen las líneas de palabras, los párrafos, las oraciones.
Y todo lleva como un orden lógico donde pasan cosas en un tiempo, un lugar, a determinadas personas. La historia. Las palabras, los pensamientos se acomodan como los ladrillos y la mezcla en la cima del muro. Todo esto es así, lo inexpresable tiende a ser visual, representativo, lo tienes que ver para poder transmitirlo. O haces que quien lea lo observe, mirar un muro de ladrillo no es complicado.
Sólo brota así, en el ordenador que es como decir en el aire, ahora no escucho el ruido de las palomas, sólo el motor de una motocicleta renueve el polvo de la calle, el polvo y el aire sucio levanta el olor a pólvora.
En realidad, escribo por la mañana para terminar de despertar, tengo el sueño cargado de desvelos, tardo en conectarme con las cosas del día y esta escritura que surge me sirve para impulsar la realización de los hechos comunes, corrientes que debo hacer en las horas de la mañana, para ordenar mis pensamientos sobre los asuntos cotidianos.