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viernes, noviembre 22, 2024

La escritura entra a misa

Reportajes

César Rito Salinas

Las ancianas acuden en las primeras horas de la mañana a misa de siete. Envueltas en rebozos, chalinas y o mañanitas van a rezar por el alma del marido, la hermana o la madre fallecidos hará mucho tiempo.

Estas mujeres viejas son las únicas que pueblan la centenaria nave de la iglesia, las únicas que comulgan y acompañan al cura a esas horas de la mañana.

En la última banca de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen, patrona de los marineros, de los pescadores, una joven mujer ocupa un lugar en la última banca. Su rostro posee rasgos bellos, cabellos negros, tez blanca.

Un hombre entra a la iglesia. Observa de reojo a la mujer bella y prosigue su camino hasta llegar al altar principal. Frente a él se levanta la imagen de la Virgen del Carmen. Ella, Nuestra Señora, permanece en su belleza lejana que mira a los hombres afanarse en sus oficios y deseos.

Al parecer se encuentra distante de los mortales, pero en realidad el corazón de la virgen se encuentra ocupado rezando al Altísimo por el alma de los necesitados, por aquellos que sufren dolor y desgracias en esta tierra.

El hombre, con el alma contrita se hinca ante la virgen, como enamorado que se postra ante su amada. Reza:
Señora, te pido por el alma de esta mujer que extravió el camino, que se alejó de la ruta de la virtud.

Madre, hago oración ante ti para pedirte lo imposible: la paz en el corazón de esa mujer, para que halle el buen camino, para que regrese a la senda de la honra y virtud.
Tú que realizas lo imposible, Madre, tú que con tus lágrimas detienes tormentas, huracanes, naufragios.

Tú quien pudo salvar a miles y miles de hombres perdidos en altamar, dados por muertos ya, que hiciste posible que regresaran con su familia a gozar de un plato de caldo de res, del café caliente.

Patrona, sólo puedo venir esta mañana a rezar por ella, para que la salves del fuego eterno, de la desdicha y el sufrimiento.

Para que esta pecadora no llore, para que vuelva la risa a sus labios que enloquecen, para que la sombra del llanto y el arrepentimiento no empañe su mirada.

Dicha su oración el hombre se incorpora, se persigna con devoción y se retira del altar. Pasa junto a la mujer bella que ocupa la última banca en la nave principal de la iglesia. La mujer levanta la mirada y observa al hombre.

En el piso, junto a los pies de esa mujer de cuerpo joven, se agita un rabo con vida propia. La mujer se incorpora y persigue al hombre. Al salir, ambos saludan al padre Obispo. Monseñor los bendice.

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