Por mera curiosidad asomó la cara entre la multitud y se percató que estaban castigando a alguien. Vio a un hombre con los brazos abiertos pendiendo de una cruz en la cual había una inscripción que no pudo descifrar. Notó que el sitio estaba bajo el resguardo de hombres fuertemente armados con lanzas y cachiporras de hierro, vio también a varias mujeres condolidas al pie de aquel instrumento de tortura. Y no lo pensó más, con su humanidad herida en lo más profundo por el hecho, se catapultó a sí mismo entre la multitud, evadió la valla de resguardo, y trepó con un rigor inusitado a descolgar a aquel hombre del cual no sabía nada en absoluto. Ante la sorpresa de todos, con un brinco ágil descendió del armatoste referido, se echó al Cristo sobre los hombros, y eludiendo los piquetes de las lanzas y los golpes de las cachiporras, con desgarres y heridas sobre su cuerpo amarillo y robusto, aquel guerrero oriental salió a descampado y puso a salvo al nazareno, librándolo de la corona de espinas que le lastimaba y sangraba la cabeza, alcanzándole una frazada para que cubriese su cuerpo desnudo y llagado. Mas no se supo pues los prefectos y centuriones prefirieron obviar los hechos a fin de no caer en desprestigio frente a un pueblo que los amaba y odiaba a la vez, no como al Cristo salvado que era querido por todos por su humildad y entereza. Tampoco quisieron involucrarse en la búsqueda de su salvador, pues consideraron inútil toda posibilidad de atraparlo y castigarlo, por no tener ni idea de su origen y destino. La historia pudo haber sido contada de otro modo para no demeritar los prestigios y bondades de la casta gobernante, como ha ocurrido en todos los tiempos y en todos los lugares sobre esta tierra que compartimos, igualmente, nunca para la eternidad.
Fernando Amaya
Imagen: El Cristo de Velázquez