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viernes, noviembre 22, 2024

La gestualidad apocopada 

Reportajes

Demonio del Cántaro asomó por la abertura de su refugio de abrigo una mañana fresca del hasta entonces cálido edén de las mariposas. Husmeó la neblina empolvada y alargó las mustias orejas para permitir que un saludo tempranero entrara por ellas. Era la voz de Ángela Aguilar cantando para una émula de princesa fea y zarrapastrosa. ¿Una princesa, obligadamente debe ser bonita? Habría que preguntarle a un curador de arte diverso sobre las princesas, las sonrisas y, eso sí, sobre la disposición de su encomienda para abordar esa temática sonora. 

En tanto, Demonio del Cántaro escucha a Justo Betancourt cantar un bolero jamás oído por su impaciente aptitud de consumidor de boleros. Se distrae con una secuencia armónica que Tomatito suelta para seguir el freseo de la Aguilar, desde la improbable cercanía de su guitarra rumbera. 

Así las cosas, el morador del cántaro recuerda algunos compromisos que lo han llevado a aprenderse tonadas de bizarro fervor, en su encomienda de paráclito usurero. Catalina lo O repite Pete el Conde desde su, a estas alturas, insalvable lejanía. 

Asume Demonio del Cántaro que lo de él es la charanga, en particular ese merequetengue que hace referencia al papel incinerado en fogones especialmente hechos para consumir papel. Quiere incluir a su patrón el Coyote Mayor en estas disquisiciones, pero juzga que es innecesario pues está aludiendo a princesas, soneros y precursores del vallenato. Se pregunta ¿y por qué no? si el ballenato recién parido pasa por las aguas templadas del patio de su casa, nada vez que el patio de su casa es, en pleno, el Océano Intranquilo.  

Entonces Papel quemao’ no era del Mar Azul, elucida Demonio, sino de ese viejo con cara de niño que responde al nombre de Alfredo Gutiérrez, un nombre común en toda Hispanoamérica; lo nada común es la forma en que este varón toca su pianola de fuelle, inventada por algún alemán que predijo los submundos del tango, la polca, y demás charangas habidas y por haber. 

Demonio abandona su cántaro y checa en su reloj de cadena el valor de la temperatura ambiente. Dieciocho grados centígrados aprecia, y una sensación de escalofrío le recorre los omóplatos, la cola y los cuernos, cuando recuerda que para él esa medida puede resultar peligrosa en su condición de diablo consumado. Regresa a la unción espiritual de la Ángela nombrada, ya sin princesa fea y zarrapastrosa, se introduce en el cántaro, y nos deja con un palmo de narices a quienes queremos reclamarle su nula disposición al diálogo a punta de rebenque y manopla. 

Fernando Amaya 

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