César Rito Salinas
Misael esperaba el paso de la gente en la esquina. Entre las sombras de la madrugada guarda el color de su cuerpo con un gabán que le queda grande. En sus tiempos de padre de familia fue un duro trabajador, un abnegado y eficiente abonero que mantenía a raya a los clientes morosos.
La madrugada lo encuentra convertido en bebedor consuetudinario de mezcal. Duerme en la banqueta de la Farmacia, la que está antes de llegar a la secundaria. Cuando otros ebrios son atormentados por la sed, llegan a buscarlo para encaminarse con doña Tina. Misael cuenta con la confianza de la anciana que vende mezcal.
Misael se levantaba con los luceros, lo primero que hace era barrer la banqueta, doblar sus cobijas. Al hombre que levanta su cama le espera un buen día, dijo en alguna borrachera. Tenía mujer, pero no hacía vida con ella. Tenía hijos grandes que se avergonzaban de su padre. Misael era el ángel que esperaba en la calle la primera luz de la mañana. Pasaban los estudiantes de la secundaria, noche cerrada aún, lo saludaban. Misael se mantenía en su oración. Pasaban los profesores y daba los buenos días, recibía algunas monedas. Misael seguía con las manos pegadas al pecho.
Pasaban las madres por la leche que ofrece el gobierno, lo saludaban. Misael sólo se balanceaba con sus manos pegadas al pecho, el cuerpo metido en ese abrigo grande. Pasaban los perros y movían la cola. Misael decía una oración que nadie entendía, ni los hombres ni los animales.
- La vida es una y me gusta –dijo un día en la trastienda.
Mientras todos caminaban a sus deberes Misael esperaba la salida de la primera luz para realizar lo suyo: beber mezcal. Con los saludos que recibía en la madrugada y algunas monedas en la bolsa, al terminar su oración se marchaba al tendajo de doña Tina. Tocaba el zaguán suavemente y la vieja abría la puerta, confiada.
Misael y Tina tenían una combinación secreta, una clave. Tina volvía a cerrar la puerta, servía a Misael la primera copa de mezcal. El oficio de ella era sencillo: llenar las copas, bien lo sabía. No juzgaba a nadie, sólo se limita a cumplir con su trabajo, desde la primera luz del día hasta entrada la noche. Sólo se ocupaba de llevar la cuenta, ni menos de tres ni más de cinco por cliente.
Misael esperaba que llegaran los ebrios, el sol estaba alto, los vendedores de tamales y atole inundaban la calle con su pregón. Adentro, en la trastienda, junto al brocal del pozo, había silencio. Misael, el ángel, estaba con nosotros, hacía unos gestos y luego dormía. - Ni más de cinco.
La policía cuando lo miraba en la calle ya no se atrevía a levantarlo, “déjenlo”, decía el cabo a sus hombres, “este se nos muere en el camino”.
_ Ni menos de tres.