César Rito Salinas
A la mayoría de los libros
sobre la escritura le sobra paja y tonterías
STEPHEN KING, Mientras escribo
Hay ciudades nunca vistas que moran en lo más honde de la memoria, que emergen con las calles cargadas de imágenes de otro tiempo, que emergen y nos ponen en alerta. María, una mujer en busca de significado en medio de la rutina diaria, decidió un día salir a conducir sin rumbo fijo. Se adentró en calles desconocidas, dejándose llevar por la curiosidad y el deseo de escapar de la monotonía de su vida.
¿Para qué volver? Por la Olivetti coja que le regaló su madre.
Volvería por la brisa del camino, que tanto refresca su rostro, por algunas piedras, por el polvo de las calles que llenan el lento espacio donde crece la sombra sobre el muro, sobre las carretas. Por el puerto, tenía noches presurosas tras la despedida.
El sonido del viejo motor le indicó que era necesario meter segunda, enclochó y su mano derecha fue a la palanca del embrague.
Su mente volvió a desconectarse.
El viaje carga con recuerdos de antiguos viajes, pero la cabeza nos juega la mala pasada cuando inventa los recuerdos y el espacio visto se convierte en el sitio de la esperanza.
El libro estaba a veinte pesos en la librería universitaria.
Feliz viaje. María pudo leer los letreros sobre el muro del andén.
Venta de boletos a todos los destinos.
Agradecemos su preferencia.
¿No olvida usted algo?
Feliz viaje.
En la ciudad desconocida había casas, edificios, semáforos, fue entonces cuando vio el cartel que decía «La iglesia de los pescadores». La curiosidad la llevó hasta allí, donde encontró una pequeña capilla rodeada por el mar y el olor a salitre. Al entrar, sintió una extraña calma, como si hubiera llegado a un lugar donde el tiempo se detenía.
Las paredes estaban decoradas con pinturas de barcos y hombres detenidos sobre afanosas redes, y el suave murmullo de las olas se mezclaba con el susurro de las oraciones. María se acercó al altar y cerró los ojos, dejando que sus pensamientos vagaran por los recuerdos de su infancia.
Logró ver a su abuelo, el pescador que solía llevarla consigo en sus excursiones al mar. Naría volvió a sentir la sensación del viento en su rostro, el olor a pescado fresco y la paz que sentía en esos momentos.
Caminar sin rumbo te muestra que uno es ferviente adorador de la iglesia de los pescadores, esa pasión religiosa que descubrió María -sin asustarse- cuando una tarde se pudo mirar al volante de su auto, seguía sin saberlo el trazo de la ciudad que se abría a las calles que le recordaron los surcos del mar, la estela de los océanos. Ella pudo percibir el olor de la sal que inunda la piel poro a poro, centímetro a centímetro en su pecho, su corazón, pero no pudo ver el mar. En su campo visual, María no reconoció el paisaje de aquella ciudad desconocida.
Al salir de la iglesia, María se sentía diferente. Había encontrado aquello que faltaba en su vida, aunque no sabía exactamente qué era. Decidió regresar a casa, pero en el camino se detuvo en una pequeña cafetería y se puso a escribir en su diario, intentando jaló aire, recobró su corazón en calma -que venía montada sobre la voz de su abuelo.
Me gustaría tener una hija que fuera porteña. Que atara sus cabellos con una cinta azul para defenderlos del viento que azota el puerto en algunos días del año, que llevara vestido rojo con bolitas blancas o blanco con bolitas rojas, sin mangas. Me gustaría tener una hija que fuera al cine del puerto, le podrían gustar las películas del neorrealismo italiano. Una hija que supiera los asuntos del pescado frito, de la escoba que defiende a la casa del olvido que se mete por todas partes, de la arena del mar. Me agradaría en verdad tener una hija que se enamorara de un marino y se fugara para que, juntos, recorrieran los mares del mundo. Yo recibiría feliz las postales de Grecia, Ceilán, Tasmania.
El gato anda sobre las piedras que utilizaron los ingleses cuando llegaron a construir el puerto (1907). El gato negro y blanco enfrentó con valor la transmigración de las piedras del cerro, que acompaña en el vuelo a las hojas secas del almendro. Días después, María seguía pensando en la iglesia de los pescadores. La sensación de paz y plenitud que había experimentado allí la había marcado de alguna manera, y no podía sacarse de la cabeza la imagen de las olas rompiendo suavemente en la costa mientras el tanque estacionario de la vieja tortillería esperaba en la azotea que entre el viento fuerte. Recordó la transpiración de la botella de cerveza, donde se aprecia el paso de la bajamar por las calles del puerto. Supo que en la tarde de la bajamar, cuando las hojas de almendro semejan lágrimas, el hombre se enamora de cualquier cosa.
Las manos del marino reconocen la temperatura del puerto al contacto del agua entubada. Una noche, mientras cenaba sola en su apartamento, María decidió que necesitaba volver a la iglesia de los pescadores. Sin pensarlo dos veces, cogió las llaves de su coche y salió a la carretera.
El viaje fue largo y solitario, pero María no se arrepentía. Cuando por fin llegó a la iglesia, se encontró con que estaba cerrada. Sin embargo, no se dio por vencida. Se sentó en un banco frente a la capilla y se puso a observar el mar, dejando que el sonido de las olas la envolviera por completo.
Fue entonces cuando un anciano se acercó a ella y le preguntó si estaba perdida. María le contó su historia, y el anciano asintió con comprensión.
- La iglesia de los pescadores tiene ese efecto en la gente -dijo el anciano-. Es un lugar especial, donde el tiempo se detiene y uno puede encontrar respuestas a preguntas que ni siquiera sabía que tenía.
María se quedó allí, hablando con el anciano durante horas. Le contó sobre su vida, sus sueños y sus miedos. Y el anciano la escuchó con atención, como si cada palabra que salía de su boca fuera un tesoro que debía ser guardado con cuidado.
Al final de la noche, el anciano le dijo a María que había algo que ella tenía que hacer. Le dijo que debía volver a la iglesia de los pescadores cada vez que sintiera que la vida perdía sentido, que allí encontraría la paz y la claridad que necesitaba.
María regresó a casa esa noche sintiéndose más ligera que nunca. Sabía que tenía un lugar al que podía ir cuando las cosas se volvían difíciles, un refugio en medio d
En cada salida igual se espera el garrotazo de la mirada tras la ventanilla. Ella volteó para allá. ella miró para allá. La chamaquita con su blusa azul sin mangas, la axila apenas humedecida por la transpiración.
El hombre sentado junto a la chamaquita agarró el teléfono.
El viento de Catarranas conoce el nombre de su abuelo.
Volvería por la arena del antepuerto que golpeó en alguna ocasión La Esperanza, el viejo bote a remo del abuelo.
La panga del abuelo Juan.
Para caminar al mediodía sobre los rieles que tendió Porfirio Díaz. Hay una transpiración que late al mediodía. La casa de Las Galeras del Ferrocarril repetía la canción que silbó su abuelo.
El viento de aquella tierra sabe historias, cuenta de caderas rotundas, rostros de filos duros. Desde el puente Las Tortugas, el presidio la mira con su ojo ciego. Hay muertos que viven en la música del Negro Laido, María supo que podría llegar a la colonia San Juan, Entraría al panteón.
-En el regreso están las horas flojas de la adolescencia -murmuró
En alguna ventaba salía el noticiero de la radio. Pudo escuchar la voz del anciano, metió los cambios y apuró el paso.
Daban los pormenores de la campaña a la presidencia del país, entremezclados con informaciones de la delincuencia -robos y secuestros, muertos.
- ¿Por qué tan bajo esta semana? –preguntó el hombre al teléfono.
En el asiento de allá, tres sillas de metal, siempre hay tres sillas de distancia, el hombre habló al teléfono. Los milagros del gym seguramente o las pastillas o ambas cosas hacían gala en la camiseta azul ajustada, pensó María. El hombre de la camiseta azul apretada al pecho duro, hablaba por teléfono. - ¿Y por eso te quieres matar? –preguntó.
- ¡Vete a la verga! –era la noche de los teléfonos en este regreso al puerto. Los pechos robustos sobresalían en camiseta azul y la lectura de Juan Goytisolo hablando del viejo Marruecos. Feliz viaje.
Y así, con la imagen de la iglesia de los pescadores grabada en su corazón, María continuó su vida.