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lunes, septiembre 16, 2024

La imagen de Salvador Elizondo

Reportajes

César Rito Salinas

Nunca pensé que sería periodista

Martín Caparrós, Lacrónica

Encuentro que sumar una letra a otra letra no resulta una actividad muy entretenida, entonces, ¿por qué encuentro el escribir palpitante? La escritura está marcada por gestos, énfasis; alejamientos y olvidos. Trabajar sobre los espacios de lo no dicho o lo ocultado es lo que me lleva a escribir. En alguna ocasión escuché al maestro Andrés Henestrosa decir que el oaxaqueño no estructura su pensamiento en palabra escrita, que para su expresión elige pintar; tomo esta frase como el principio de la escritura que carga necesidad y carencia. 

En la noche percibo con claridad el freno de motor de un camión que desciende el Fortín, el frenado me lleva a juntar letras. Comienzo la escritura. ¿De dónde llegan las letras? De imágenes formadas sobre antiguas referencias (una palabra contiene música, pero también olores, sabores, colores y temperaturas que impactaron mis sentidos). 

Encuentro que la tradición es el origen de la rebeldía y que ésta, la rebeldía, es el principio de la tradición; de niño me gustaba dibujar, lo hacía en las hojas del cuaderno. Mi madre un día, allá en el barrio, revisó mi mochila de la escuela, abrió mi cuaderno y se quedó maravillada: cuántas cosas le decían aquellos dibujos. Me gano la vida como “pastor de letras”, editor de la palabra escrita; realizo la práctica cotidiana con la imagen que me dejaron los maestros. Sé bien que me debo a una tradición -la literatura oaxaqueña- y en ella recojo esta escritura.

Si el editar es aclarar escribir es ocultar, elidir.

¿Qué digo cuando escribo ‘mango verde con sal y limón’? Hablo del tiempo del calor, del cementerio del barrio Santa María, Dolores. Allá fue sepultado mi padre, muerto a la edad de cincuenta y cuatro años. Abril es la temporada de mango verde en Tehuantepec, el panteón Dolores cuenta con árboles de mango. 

Los domingos mi madre me hacía acompañarla a limpiar la tumba de mi padre.

¿Qué escribo cuando escribo? Encuentro que preguntarme respecto a esto forma un falso planteamiento; no se trata de saber el resultado del hecho, ni me interesa conocerlo porque bien sé que si junto las letras César dicen mi nombre. Lo que mejor convendría sería el preguntar ¿qué gesto busco recuperar cuando escribo? 

Encuentro atrayente el soltar la mano, dejar que las palabras vuelen sin buscar intenciones, temas, objetivos. Propósitos. Sólo los tenedores de libros llevan un registro de lo cuantificable. Cuando escribo intento escuchar -sumergirme- en el sonido hueco que producen mis dedos al golpear el teclado; cuando lo hago escucho como pasos que se acercan.

“Escribo que escribo cuando escribo”, dice Elizondo. Las letras vuelan cargadas de atmósferas. Afuera está el calor, pero acá junto a la máquina que canta mientras camina hay una temperatura agradable.

“Escribo que escribo cuando escribo que escribo”, Salvador Elizondo.

En un momento más saldré al patio, en Tehuantepec.  

Para realizar mi trabajo parto del “no saber”. Nada encuentro más pedante que la gente que sabe. Los maestros dicen: las palabras vuelan sobre el lomo de las palabras, ¿cómo saber lo que dicen las palabras? ¿desde dónde podremos leerlas? Escribir no es sumar una letra tras otra; el escribir está cargado de intenciones. Leer, no es unir dos palabras y enviar la imagen al cerebro para que traduzca esas pocas letras (dos palabras unidas), que está repleto de diccionarios, repositorios armados con nuestras palabras-imágenes. ¿Cómo encontrar sentido a la escritura? Escribo con mi piel. La palabra escrita vuela sobre otra palabra, busca romper el silencio formado entre las cosas perdidas, unir con delicadas alas transparentes que se agitan sobre lo perdido a mil golpes por segundo.  “Escribo que escribo”, dijo Salvador Elizondo. 

Soy referencia de lo que permanece sin registro.

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