César Rito Salinas
Un acordeón blanco.
El acordeón canta la historia del hombre que se marcha con un pueblo -su pueblo- en la cabeza.
La bestia que respira apretada contra mi pecho.
Canta la torcaza al mediodía, rebota la luz sobre piedras y espinos.
El acordeón blanco respira sosegado.
Escucha con claridad el río de sangre. Sé bien que el acordeón blanco acurrucado en mi pecho es un criminal que acecha. Por eso mis dedos lo acarician mañana y tarde.
Para que se mantenga quieto lo alimento con mi corazón.
Devora paciente pequeños cuadros de mi corazón. Es lo único que lo satisface. Como todo animal gusta que pase la punta de mis dedos entre sus costillas enormes.
Cuando lo conocí me habló de la diminuta piedra en la boca a la hora de cruzar el desierto, tan pequeña como el miedo que debes ocultar bien entre la arena y tu desesperación, para que no te atrape la migra.
Le decían Perro Negro, un gigante de dos metros, se perdía por días de la colonia y regresaba a sentarse en la esquina a tomar mezcales. Se hizo viejo, lo abandonaron las mujeres, su familia. Un hermano le echó pleito por un asunto de terrenos, vendieron su casa en Monte Albán, se fueron a vivir a la colonia Guardado, allá por el basurero municipal.
Tuvo la desgracia de que su madre viviera tantos años, cuando los abandonó su padre se comprometió a cuidarla. No levantó una familia propia, no la conservó. Flojo no era, la tarde en que lo machetearon estuvo bebiendo mezcal conmigo en el puente del arroyo, pero me retiré temprano. Me fueron a avisar a la casa, yo ya estaba dormido, no tengo quien me despierte.
Lo fuimos a ver al hospital, tenía el brazo destrozado, le pusieron clavos para arreglarlo, medio kilo de fierro.
Contaba historias del desierto, del norte, de Caléxico y Mexicali. Allá fue gente de las armas, del orden. Cuidó a un político. Siempre de servicio, lo engañó su mujer. Yo lo conocí noble, pacífico. La gente le tenía miedo. Un día fui testigo cuando desarmó al comandante Benito, el de la Preventiva.
A Perro Negro le bastó con tirar un golpe, desarmó a Benito. Descargó el arma, se metió las balas a los bolsillos, dejó el fusil en la batea de la camioneta. Ratero no era. Lo conocí hace muchos años, formamos un grupo de bebedores, que a todas horas arriábamos mezcal. Perro Negro vivía por
La Mona, junto a Monte Albán, cuando bajaba en madrugada lo acompañaban los perros. Trabajaba de jardinero, tenía buena mano para sembrar plantas y cuidar los animales. Era de la mixteca, gente del campo. En la colonia no encontraba trabajo, hace tiempo se acabaron las granjas. Hablaba del norte, de cómo se chingó a los gringos. Decía de sus hijos en Tijuana, que tenía familiares en Lomas Taurinas.
La gente le tenía miedo, lo macheteó un chaparro, el Mugres, yo no estaba, antes habíamos tomado juntos. Un día se puso a llorar con Evelio, el otro amigo nuestro.
Los teres fuimos a Juchitán. Los monté en el carro, fuimos rápido. Bebimos mezcal en el camino. Hubieran visto la cara de esos dos hombres de armas con el miedo puesto en los labios resecos, entre tantas y tantas curvas del camino. Evelio fue preventivo y guardia de valores.
Metía bien las manos cuando peleaba, más de una vez pude verlo. Zas-zas, esquivaba golpes. Lo mejor que tenía en el pleito era su cabeza, era frío, medía las cosas, no tenía miedo. Pensaba y ponía el golpe. Y su calma, siempre con las manos al frente, pum, pum, con los ojos atentos, como si estuviera de servicio.
Tuvo mujer, lo engañó, antepuso el trabajo a su familia, era guardia en una camioneta de valores. Salimos a tomar de madrugada, los tres. Uno alto, Perro Negro, dos metros de puro rencor; otro chaparro, Evelio, apenas el uno cincuenta.
Con las manos el mejor era Evelio, prudente, medía y acertaba; veloz. Era bueno verlos enloquecer de mezcal, la gente tenía miedo. Compartían el trago como quien comparte el desierto, sin medida; con ellos daban ganas de agarrar la borrachera para siempre.