César Rito Salinas
El ruso encerró al perro en la terraza.
Por la tarde Mogly, el perro,
se muestra algo nervioso.
Su enorme cuerpo agita la cola,
derriba macetas y floreros.
Desde el segundo nivel
puedo observar
el césped
que viene parejo
como milagro repentino
a las faldas de Monte Albán.
En estas colonias
uno puede esperar
cualquier cosa,
menos el milagro del césped,
tenemos escases de agua.
Se levanta el viento
sobre la tierra
seca,
el patio cuenta con barda perimetral
que contiene a la terraza
y a Mogly
y al barandal que crece
robusto hasta el techo
como trepadora
de mayo.
En el patio corren los ratones
que crecen
en la oscura esquina
de la composta.
El ruso dice, “quiere un cafecito” -que no es pregunta
ni afirmación sino
todo lo contrario,
el despeje de la ecuación
que descifra
la tarde de calores.
Con su cara blanca
de muerto fresco
-recién muerto-
de rabino
ortodoxo
con piocha
colorada.
Agradezco la invitación,
Lo dejo con Mogly en la terraza,
me marcho
a mis aposentos
con una pregunta
en la cabeza:
¿por qué en la infancia
Tengo que hablar con los muertos?
Temo que nunca llegue a saber
La respuesta.